Zola y el vicio
El golpe que asestó Zola en Naná (1880) a la imagen de la cortesana resultó seguramente muy oportuno en un siglo ya algo confundido por ciertos estereotipos románticos: estas mujeres capaces de tragarse los ingresos de un arzobispo de Toledo y de varios notarios, como decía un personaje de Balzac, perdición de los hombres y ruina de las familias, llevaban bastantes años desvinculadas de su infame oficio, redimidas por el amor y la muerte, entre grandes espasmos y sufrimientos. Naná, en cambio, programáticamente opuesta a La dama de las camelias, y muy lejos de las dulces Coralies y Esthers de Balzac -heroínas que podían llegar a exclamar en un paroxismo cosas como '¡quiero ser católica!'-, supuso la implacable conversión de la Magdalena en mamarracha, arrastrando en su descenso, por cierto, a todos sus adoradores y amantes. Éstos, privados del beneficio de una pasión que los transformara en 'poetas', e inutilizados para la magna tarea balzaquiana de engrandecer 'la voluptuosidad mediante el majestuoso mundo del ideal', se vieron reducidos de pronto a una tropa impresentable de tipos estúpidos, rijosos y aprovechados.
Una mamarracha rodeada de mamarrachos no forma un mundo que se pueda idealizar. Más de un siglo después, basta poner una tarde la televisión para percatarse de hasta qué punto este destino y no otro se ajusta a la realidad de la cortesana. La sagacidad de Zola, predictiva como la del científico que quería ser, ha sido confirmada por la historia y, si ayer Naná 'se daba palmadas en los muslos' y 'cacareaba como una gallina', si se le permitía 'mantenerse mal en escena, no cantar ni una sola nota afinada, faltarle la memoria' y aun así 'le bastaba con volverse hacia el patio y reír para arrancar bravos', hoy no andamos escasos precisamente de esta clase de espectáculos. Tampoco nos faltan, en esos mismos espectáculos, muestras apabullantes de un absurdo deseo de respetabilidad, que no se manifiesta con aspiraciones al amor o siquiera al matrimonio, sino directamente a la ostentación delirante (Naná se hace regalar una cama 'toda de oro y plata repujados', con amorcillos con su cara) y, a un tiempo, grotescamente, a la distinción, a la educación, a un papel de gran actriz -de duquesa y de 'mujer honrada'- que demuestre que se tienen dotes dramáticas. Deseos que son menos sentidos que imitados, que así como vienen se van, dejando en muy mal lugar el gracioso principio del capricho, pues la mamarracha desea sólo lo que se supone que tiene que desear. Del mismo modo, sólo porque le corresponde tener 'demasiado corazón', puede mostrarse sentimental con la naturaleza, con los niños, y hasta con el hombre que ocasionalmente la explota y le pega; y poco después de afirmar que añora la pobreza, reprender severamente a sus criados, calificar de 'literatura inmunda' una novela sobre 'la vida de una muchacha de vida alegre' (la novela de su propia vida), criticar a los republicanos y alabar al emperador. Ya lo anunció Balzac: 'Toda cortesana es por definición monárquica'; ser proimperial sin duda es peor.
Aniquilado el romanticismo por la desfachatez y la tontería, con un berrinche en el lugar de la emoción y un pedrusco en el de la conciencia, ¿queda algo entre los despojos del personaje que podamos salvar? Vista desde fuera, ya que desde dentro nada se ve, Naná tenía al menos dos atributos que Zola se resistió a llamar cualidades, pero que no dejó de señalar. Uno es su parte, digamos, infecciosa, por usar una palabra que, creo, sería del agrado de su autor: Naná, nacida en la miseria, en varias ocasiones es comparada en la novela a una mosca 'escapada de la basura de los arrabales' (es decir, de los atroces capítulos de La taberna), que deposita 'el fermento de la podredumbre social' sobre sus amantes, infectándolos y destruyéndolos; viene a ser como el transmisor de una enfermedad de los pobres inoculada por los ricos y devuelta a ellos en tremenda retribución; y 'esto', dice el narrador, 'era bueno, era justo; había vengado a los suyos, los menesterosos y los desheredados'. El otro aspecto reseñable, junto a esta furia vengadora, es el contenido mismo de la venganza: Naná hace gala 'de su desprecio por el dinero' al 'derretir públicamente las fortunas', y en su palacete de la calle de Villiers se hunden 'los hombres con su hacienda, sus cuerpos y hasta sus nombres'. Hacienda, cuerpo, nombre: no hay mejor objetivo para un desquite integral, ni definición más certera de los pilares del orden social. Zola los nombra con exactitud al tiempo que su heroína los arrasa.
Esta acción destructora no tiene, sin embargo, para Zola la menor gracia. Las exigencias científicas del novelista observador y 'experimental' le han llevado a advertirla y a registrarla; pero un novelista, parece pensar, tiene también sus derechos morales, y su moral condena este caos que descompone la sociedad. ¿Se le puede reprochar al autor, con todos sus derechos, que no fuera sensible al vicio y a sus estragos? Quizá no, pero se trata, en cualquier caso, de una insensibilidad algo anacrónica: cuando Zola escribe Naná en 1880, Europa se está llenando ya de decadentes, entre ellos algunos ex naturalistas, y faltan apenas quince años para que las devastadoras virtudes asociales de la cortesana sean encarnadas -y cantadas- por la Lulú de Wedekind. Por supuesto, no se le puede pedir a nadie que defienda ni comparta el impulso a la ruina, el deseo de trastocamiento perverso del cuerpo o la necesidad de echar a perder la reputación; pero, desoyendo tales avisos, ya suficientemente rumoreados en su época, Zola pierde la ocasión de refutarlos. Tal vez pensara que entretenerse en ellos fuera el primer paso para una nueva forma de romantizar al personaje y un paso en falso en su batalla contra la idealización; tal vez ni siquiera concibiese que fuera posible algo así. Pero para las personas sensibles a las debilidades, a los abandonos e incluso -si uno es muy enérgico- a las disoluciones, Naná, pese a todo su detalle, inteligencia y maestría, permanecerá como una novela incompleta, donde cualquier pérdida es únicamente motivo de denuncia y acusación.
BIBLIOGRAFÍA
Thérèse Raquin. Traducción de Maite Gallego (Alba). El vientre de París. Esther Benítez (Alianza). La taberna. Francisco Caudet (Cátedra). Naná. Florentino Trapero (Cátedra). Germinal. Mariano García Sanz (De la Torre), Mauro Armiño (Espasa). El Paraíso de las Damas. Maite Gallego (Alba). El dinero. Mariano García Sanz (Debate). Yo acuso. Encarna Castejón (Prensa Ibérica), José Elías (Tusquets). Obras selectas (Thérèse Raquin, Germinal y La novela experimental). Mauro Armiño (Espasa). El naturalismo. Jaume Fuster (Península).
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