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La Argentina todavía

Objeto tradicional de la curiosidad de los visitantes extranjeros, pocos países han merecido, como Argentina, tantas crónicas de viajes y comentarios sobre sus peculiares características. Naturalmente, con las épocas, fue variando el centro de los intereses. En el siglo XIX, como es natural, los visitantes europeos se asombraban ante el mundo rural, su inmensa pampa, la increíble fertilidad y su personaje central, el gaucho. Charles Darwin, en su célebre viaje en el Beagle, nos dejó un relato apasionante, y hasta divertido. Como cuando encontró dos gauchos y les preguntó por qué no trabajaban. Uno, luego de pensar, le contestó: 'El día es demasiado largo'. Y el otro, más meditativo aún: 'Porque soy demasiado pobre...'. Como comentario general, el científico inglés escribió algo que de algún modo resulta clave para entender la evolucion posterior: 'Hay siempre un número de caballos tan grande y tal profusión de alimentos que no se siente la necesidad de la industria'.

Cuando se llega al fin del siglo XIX y comienza el XX, la mirada desde afuera pasa al asombro frente a la prosperidad y el buen gusto. En 1908, la renta per cápita argentina era superior a la de Francia, Japón y Alemania y ampliamente se distanciaba de la de España e Italia. En 1910, en ocasión de las celebraciones del centenario de la Independencia, Clemenceau llega a decir que 'el teatro Colón es el más grande y posiblemente el más bello teatro del mundo'. Es el momento de la gran inmigración, que la infanta Isabel solemniza en un rumboso viaje poniendo la piedra fundamental del hermoso monumento a los españoles, que se inaugurará seis años más tarde en una gran avenida ya poblada de imponentes esculturas.

En 1930, el golpe de Estado del general Uriburu ubica un punto de inflexión, pues termina con cincuenta años de estabilidad y crecimiento. Desde ya que mediaban grandes disparidades sociales y las revueltas sindicales habían terminado con trágico saldo. Pero ello no era distinto al resto del mundo, donde se vivía el turbulento aflorar de ese nuevo tiempo. A partir de allí, desde la propia Argentina se expandieron las críticas más agudas sobre su sociedad, su comportamiento, sus hábitos políticos, su moralidad administrativa. Así como España construyó su 'leyenda negra' sobre la colonización americana, desde Bartolomé de las Casas en adelante, también la intelectualidad rioplatense esparció una visión amarga, que comenzaba siempre desde el pasado histórico, interpretado clásicamente por Sarmiento en la dicotomía 'civilización y barbarie', que oponía de un lado a los europeizados doctores y del otro a los 'salvajes' caudillos populares. Ese debate no ha cesado hasta hoy, y el gran historiador H. S. Ferns encuentra en ese espíritu contencioso la explicación de esa inestabilidad que se hizo endémica.

Más allá de vaivenes y debates, la riqueza agrícola y la expansión industrial de los años cuarenta y cincuenta permitieron financiar sueños populistas o solventar invocaciones al orden. Todavía en 1948 había más teléfonos en Argentina que en Japón o Italia, y en 1950 la renta per cápita estaba arriba del promedio mundial. Hasta que aquellas fuentes de riqueza disminuyeron su peso relativo y la economía comenzó a rebelarse frente a la política. El último tiempo de euforia fue el del primer Gobierno de Menem, hasta caerse en la crisis que arrastró a De la Rúa.

No hay duda de que la Argentina cayó al abismo. Cuatro presidentes en veinte días, una declaración de default en pleno Parlamento (como si fuera un acto de emancipación y no el reconocimiento de una quiebra), un congelamiento bancario y una caída del PIB sin precedentes, configuran la crisis económica mayor de la historia. Crisis que también nos llevó por delante a sus vecinos uruguayos. Pero el hecho es que desde hace ocho meses el país camina en el fondo del precipicio sin ayuda de nadie, ni un dólar de afuera, y prácticamente aislado del sistema financiero internacional. Pese a lo cual hoy aparecen signos de estabilización. El dólar se mantiene, la exportación tímidamente se recupera, la recaudación algo mejora, el turismo de invierno ha llenado las estaciones de esquí y el propio Buenos Aires acoge a chilenos y brasileños que si no son más es porque la violencia urbana genera temores inhibitorios.

Todo indica, entonces, que se tocó fondo y que ahora algo se mueve. Aletea aún la sorprendente Argentina 'compuesta por millones de habitantes que quieren hundirla, pero no lo logran', como dijo una vez el actor mexicano Cantinflas en una recordada visita.

Quien allí llega es verdad que observa en la televisión terribles noticias sobre crímenes, pero también que un buque de la Armada, con modestísimos marineros a bordo, penetra en los hielos antárticos para salvar otro buque extranjero y lo logra. La crónica musical nos dice que el pianista argentino Daniel Barenboim terminó un ciclo de cinco recitales, en los que interpretó las sonatas de Beethoven, con el teatro Colón colmado para escuchar a este artista que dirige permanentemente nada menos que las orquestas sinfónicas de Chicago y Berlín. Leemos en los diarios que un médico argentino dirigió el equipo que separó a las mellicitas siamesas en EE UU y que un investigador local ha establecido los mecanismos cerebrales del apetito. Un tenista argentino llega por vez primera a la final de Wimbledon, mientras sus futbolistas se cotizan en el mundo entero como los mejores. Los cineastas llegan hasta las nominaciones del Oscar y una nueva generación de escritores alumbra ya por debajo de los clásicos, como Sábato, que allí sigue, haciendo escuchar de a rato su voz de la conciencia. San Juan se ha repoblado de olivos, los vinos se proyectan al mundo como nunca antes, los productores de cereales llenarán ahora el vacío de la sequía norteamericana...

Es una Argentina de la gente que hace cosas, preservando viva la esperanza de quienes anhelamos su reencuentro, su reverdecer, aunque sea lento. Se sabe que ya no tendrá la riqueza de antes, pero que tampoco es pobre porque tiene un patrimonio de inteligencia que hoy es más importante que la posesión de materias primas. Eso sí, me confieso: da miedo el debate político, demasiado enconado, personalizado, intentando descalificar más que discutir sobre cómo transitar en los grandes temas. Si el reclamo de la gente y una eficaz docencia periodística lograran revertir ese clima, quizás la esperanza no sería sólo un deseo, sino un posible proyecto de futuro.

Julio María Sanguinetti es ex presidente de Uruguay.

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