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CUENTOS DE OTOÑO
Columna
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Aznarín y Harry Potter

Ya camino de los siete años de edad, saber y gobierno, y entre sus muchas lecturas provechosas, Aznarín quedó prendado de las aventuras de Harry Potter. Aquel niño mago, de confuso pasado, se había metido en su cándida mollera, y de allí no había forma de sacarlo. Tan era así, que no perdía ocasión el príncipe de imitar sus muchas virtudes, particularmente en el uso de su atributo esencial: la escoba. Y así como otros héroes se caracterizan por el manejo de la espada irrompible, el caballo volador o el anillo de los poderes ocultos, aquel simpático gafotas le insufló la pasión por el más humilde de los talismanes: la escoba. No es cosa de contar aquí cómo se hizo con una de las que sólo se entregaban a los aprendices del colegio de magos Hogwarts, pero es preciso despejar algunas habladurías al respecto: no fue que el beato Escrivá se la entregara, a modo de señal milagrosa con que acelerar su proceso de canonización ( más rápido imposible), ni que el santo mulato, Fray Escoba, le proporcionara la que ya no necesitaba en el Paraíso, no. Fue de algún otro modo que ni sus amigos más íntimos, Marianín como Jaimito, Rodrigón como Angelito, Javierín como Albertito, estaban autorizados a revelar. Pero desde luego tenía que ver con su oscuro pasado y el uso machacón del adverbio francamente.

Una vez probado el instrumento en hechicerías elementales, como barrer de las calles a alborotadores, ladronzuelos y camellos de poca monta, quedó Aznarín fascinado con la perspectiva de las muchas cosas que podía seguir barriendo, y de mucha más envergadura. Y en ésas estaba, acariciando el mango con mirífico arrobo, cuando se le presentó la ocasión que iba anhelando: viajar a tierras de infieles, tal como otros santos castellanos habían emprendido, tiempo atrás, el camino del martirio. Y fue que su amada Teofinda, la última princesa cántabra en activo por el pérfido Sur, reclamó su ayuda, incapaz de resistir por más tiempo los embates de la morisma. Dispuesto a que no sucumbiera, como ya había sucedido con Solinda y Celinda, y raudo como un supernanito, roja capa y ardiente corazón, Aznarín montó en su escoba y en un santiamén hallóse en la fortaleza granadina repartiendo mandobles. A escobazo limpio -qué mejor decir-, despejó primero su propio patio de armas, donde algunos rebeldes se habían hecho fuertes. Fue así como acabó con los traidores Bellido, de Córdoba; Urquiza, de Granada; Nieves, de Huelva, y Megino, de Almería, sin darles tiempo a confesarse siquiera. Luego se arremangó, plantóse en lo más alto de la torre barbacana y, empuñando su invencible arma, amenazó a las huestes de Chavelón, que allí mismo se cernían: '¡Non fuyades, cobardes malandrines, que pronto os haré probar el mango de mi escoba por do más pecado habéis!' Mas tanto ardor puso en la amenaza, que la escoba se le escapó de las manos y fue a caer al foso de aguas pútridas, entre fuertes risotadas provenientes del campamento enemigo. (¿Logrará nuestro intrépido barrendero recuperar su mágico instrumento? Próxima entrega: Aznar Potter y la chusma andalusí).

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