Coleccionables
En septiembre regresamos al trabajo sin calcetines. Volvemos a la oficina fingiendo no recordar cómo se configura la impresora, intercambiando recetas de gazpacho. Aún flotamos en un tiempo no del todo envilecido por el deber, en una falsa burbuja de provisionalidad, en la posdata del verano.
Pero octubre es el invierno, o el otoño, que para el veraneante acabado es lo mismo. Llegan entonces a nuestras vidas los coleccionables. Como un virus o un concursante de Operación Triunfo, se filtran por las rendijas de las parrillas televisivas para mostrarse reiterativos y multiplicados ante un telespectador ya sin defensas, desaparecidas las largas tardes y la arena de playa en el coche. Igual que los anuncios de turrón prolongan la Navidad, los primeros fascículos de Planeta Agostini o Salvat pregonan, cada año con más precocidad, el inicio del curso. Observar los quioscos de plaza de España o la Puerta del Sol anidados de primeras entregas enmarcadas en cartulinas y celofán crea ansiedad y desconcierto, incluso cierta tristeza.
Un antídoto contra la caducidad del sol y el ocio es la fe, creer en un fin, en un más allá, en un esperanzador mañana en el que sobre nuestro aparador desfilen los taxis del mundo, sesenta huevos rusos pintados a mano o una biblioteca completa de libros liliputienses. El coleccionismo también entraña, como cualquier religión, un compromiso que nos estabiliza y nos encauza. Las vacaciones nos abandonan a la deriva de los días en blanco, pero el auténtico vértigo no se experimenta ante el recreo, sino frente a la rutina en la que nos adentramos en otoño.
Ante una situación adversa y desalentadora, por muy preconcebida que sea, necesitamos un motor, un empuje, una motivación, eso son los coleccionables. A principio del curso muchos nos matriculamos en alguna academia para aprender un idioma o a conducir, nos apuntamos a un gimnasio o dejamos de fumar. Todas estas determinaciones, más allá de una imposición, son una ayuda, un estímulo para atravesar con energía e ilusión un año que se presenta antártico tras el verano.
Por otro lado, ir cada semana al quiosco a comprar el siguiente tornillo del coche teledirigido o la decimotercera pata del mobiliario de la casa de muñecas es un modo de aseveración de la propia voluntad y constancia, aunque ya no de la personalidad. Acabar el curso sabiendo pintar a la acuarela, con los abdominales más desarrollados o con una colección de soldaditos prenapoleónicos, denota perseverancia pero no originalidad. Las colecciones siempre se han caracterizado por su exclusividad. La voluntad de individualismo, de distinción, crece en un mundo cada vez más poblado, homogéneo y globalizado. Sin embargo, las cajitas coloniales, los relojes o las velas aromáticas pendientes como murciélagos de los quioscos están hechos en serie. La colección fraccionada y comercializada no posee el encanto de la compilación minuciosa y propia, sino que es una catalogación clónica y programada.
Pero por muy ridículo que a alguien le pueda parecer almacenar reproducciones de condecoraciones militares, minerales o diminutos frascos de perfume, los coleccionables desarrollan una importante función. Su seguidor es una persona dotada de una misión durante el invierno. Su cometido realmente no es decorar su casa, ni atesorar insólitos objetos de valor, sino demostrarse a sí mismo y a sus visitas de sábado por la tarde que es capaz de cumplir una promesa con el quiosquero y consigo mismo.
Los coleccionables no sólo nos plantean un entretenimiento y un desafío, sino que nos ponen a prueba. Ya habrá otro invierno para aprender inglés o para hinchar los bíceps, pero quizá no volvamos a tener la oportunidad de poseer todo un arsenal de carros de combate históricos o teteras de la Reina Madre. Una recopilación inacabada es un aborto, la escenificación de una aspiración mutilada y perdida para siempre. Sin embargo, si conseguimos llegar al verano que viene habiendo montado el coche teledirigido o completando el desfile de jaboncitos, seremos con orgullo, ante los que renunciaron al fascículo uno, un objeto de colección.
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