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LA 2 | 'EL EXILIO'
Columna
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Una amputación irreparable

Fue, sin comparación posible con tantos otros de una tierra pródiga en exilios, el más terrible, por su magnitud, por el desvalimiento de sus víctimas, por la derrota de su causa, por su inacabable duración. Nunca dejará de conmover la visión de su marcha desesperada, las penalidades del paso de la frontera, los sufrimientos de su encierro en campos de concentración, con la arena de las playas por todo suelo y el cielo, como dice aquí un testigo, por único techo. El hambre y el frío, la extenuación y la disentería, acabaron allí mismo con la vida de centenares de ellos.

El exilio reconstruye, con cierto sesgo partidista perceptible en la primera parte y un guión más equilibrado en la segunda, la trayectoria de sus vidas recogiendo documentos de la época y testimonios de los protagonistas del drama. No todos corrieron la misma suerte, tampoco en Francia, donde no faltaron iniciativas de asistencia y solidaridad, de las que sólo se mencionan las desarrolladas por los cuáqueros. Una atención especial se dedica a los niños, desde los evacuados tras la caída de Bilbao en 1937, recogidos por familias belgas, católicas y socialistas, en una sana rivalidad que resultó muy afortunada para ellos, hasta los embarcados a México y a la Unión Soviética, recibidos entre aclamaciones y abrazos sin saber lo que el destino reservaba a cada uno de ellos.

Tras la evacuación del Norte, el gran éxodo tardaría un año en llegar, con el derrumbe del frente de Aragón, y meses después, la caída de Cataluña, cuando cerca de 450.000 hombres, mujeres, niños, descendieron sobre la frontera francesa como una avalancha. Alrededor de 150.000 se quedaron en Francia: de las playas a las compañías de trabajo o al Ejército y, tras la invasión alemana, a la resistencia y a los campos de exterminio.

Otros embarcan hacia América; la mayoría a México, gracias a la generosidad de su presidente -presentado aquí como socialista-, Lázaro Cárdenas, que tomó también bajo su protección a Manuel Azaña, cuyo entierro, en noviembre de 1940, en la Francia de Vichy, contrasta vivamente con el dispensado a Largo Caballero, seis años después, en la Francia liberada.

Entre medias, los rojos se habían convertido en refugiados; combatientes de una guerra que sintieron como la continuación de la suya a escala mundial, tuvieron siempre las maletas preparadas para volver hasta que el fracaso de la guerrilla, la inanidad de las resoluciones de las Naciones Unidas y el comienzo de la guerra fría les hizo comprender que el exilio iba para largo. Rehicieron sus vidas: en Francia, integrándose como ciudadanos; en América, adonde siguieron afluyendo cuando terminó la guerra mundial, con una significativa presencia en sus universidades y en la vida profesional.

Oír de nuevo sus voces, sentir su emoción a duras penas contenida, evocar a los que ya no pueden hablar, permite medir la magnitud de la pérdida que supuso para España la amputación irreparable del talento y la energía de tantos patriotas exiliados.

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