La Copa Ryder de la reconciliación
Aplazado en 2001 por los atentados del 11-S, Europa y EE UU afrontan desde el viernes el torneo con la idea de recuperar la deportividad perdida
'Creo que no habrías fallado. Pero no he querido darte la oportunidad de que pudieras hacerlo'. Royal Birkdale Golf Club, Southport (Gran Bretaña), 1969. Al estadounidense Jack Nicklaus, El Oso Dorado del golf, con 18 títulos del Grand Slam en su colección privada, no le molestó levantar del green del último hoyo la pelota de su adversario, el inglés Tony Jacklin, y concederle así, con un guiño y una sonrisa de complicidad, un putt de unos 60 centímetros que representaba renunciar a la posibilidad de vencerle y firmar la igualada entre ambos.
Ciertamente, Nicklaus actuó así desde la tranquilidad de saber que el resultado global sería un empate y que de esa forma su país, como ganador de la edición anterior, la de 1967, retendría la Copa Ryder en su poder. Pero, en cualquier caso, la suya fue una buena muestra de la deportividad, de la camaradería, con la que se afrontaba este torneo bienal desde que el inglés Samuel Ryder, un empresario que había hecho fortuna vendiendo semillas de flores, lo crease en 1927.
Los norteamericanos invadieron el 'green'. Olazábal se quedó perplejo e indignado
The Country Club, Brookline (Massachusetts), 1999. Decenas de norteamericanos, jugadores con sus esposas y aficionados, invadieron, alborozados, el green del hoyo 17 para celebrar sobre él que Justin Leonard hubiera embocado su bola desde 13,5 metros de distancia, lo que garantizaba el triunfo (14,5-13,5) de Estados Unidos sobre Europa. José María Olazábal, su rival, y los compañeros del español contemplaron la escena tan perplejos como indignados. Y es que él todavía no había terminado de jugar.
Una de las más elementales reglas de la cortesía en uno de los deportes más corteses que existen, pura etiqueta, había saltado por los aires debido a la excitación patriótica de los vencedores. La tensión entre los dos equipos casi, casi, rezumaba odio. ¿Quién se acordaba ya de la clásica deportividad, de la antigua camaradería?
¿Por qué se ha ido cayendo en este fenómeno airado? ¿Por qué en los últimos envites se ha venido planteando con antelación una pelea psicológica con declaraciones despectivas y después, ya con los nervios a flor de piel, se ha llegado a la falta de respeto o a la animosidad con tanta frecuencia? Entre otras, por dos razones fundamentales.
La Copa Ryder ya no es una competición tan elitista y restringida que pasa poco menos que inadvertida en el escaparate mundial. Ahora es una cita crucial del calendario y tiene millones y millones de espectadores a través de las múltiples transmisiones televisuales. La victoria en ella sí que proporciona ya un gran prestigio y pingües prebendas publicitarias. Ésta es la primera.
Además, el triunfo resulta más costoso que nunca. El equilibrio de fuerzas ya suele marcar diferencias mínimas: uno o dos puntos. Durante 50 años, hasta 1977, Estados Unidos, con sólo tres derrotas (1929, 1933 y 1957) se había paseado ante Gran Bretaña o, desde 1973, Gran Bretaña e Irlanda. Pero no desde 1979. Su contrincante es ahora Europa. Severiano Ballesteros, Olazábal y el alemán Bernhard Langer, grandes valores añadidos, fueron elevando su nivel hasta el extremo de haberle darle el trofeo en cinco de las once ediciones encaradas desde entonces. Según crece el dramatismo, la nobleza mengua. Ésta es la segunda.
Sin embargo, el primer turno del siglo XXI pretende ser el de la reconciliación. Nada de asperezas, nada de crispaciones. Los capitanes, el escocés Sam Torrance y Curtis Strange, incluso han acordado restablecer la fiesta final conjunta, fraterna, de la última noche.
El motivo es obvio. Los atentados terroristas del 11-S en Nueva York y Washington, a dos semanas del evento, sumieron al conjunto estadounidense -iba a ser despedido por su presidente, George Bush, con una cena en la Casa Blanca- en una consternación tal que no se atrevió a cruzar el Atlántico. Tiger Woods, el número uno, abanderó esa decisión rechazando viajar a París al torneo previo, el Lancôme. Ni él ni los suyos -'tenemos esposas e hijos y debemos velar por ellos, permanecer a su lado en estos instantes de dolor', resumió Stewart Cink- se sentían 'seguros en territorio extranjero'.
Así que, del viernes al domingo próximos, en The Belfry, Sut-ton Coldfield, cerca de Birmin-gham (Gran Bretaña), esta nueva Copa Ryder -aplazada hasta 2002, será en adelante par tras haber sido siempre impar- intentará estrechar los lazos entre unos y otros, recobrar la deportividad, recuperar la camaradería. Ése es el propósito. Todo concordia, todo compañerismo.
Fuera del campo, efectivamente, las circunstancias bélicas son demasiado serias -Strange incluso advirtió de que el estallido del conflicto con Irak podría suponer otra suspensión- para permitirse salidas de tono o extravagancias, por muy patrióticas que pretendieran ser, como cuando el norteamericano Corey Pavin jugó en 1991, en plena Guerra del Golfo, con una gorra militar de camuflaje para solidarizarse con sus tropas.
La situación, cómo no, exige un reforzamiento de las medidas de seguridad. Los controles policiales se van a intensificar hasta el punto de que las plazas de aparcamiento serán las estrictamente imprescindibles. Así, pues, los espectadores deberán trasladarse en autobús. Luego, a la entrada del recinto, tendrán que pasar por los arcos detectores de metales y no podrán introducir en él ni bolsos ni mochilas ni, en general, ningún objeto que exceda de 20 centímetros, así como tampoco cámaras de vídeo o fotográficas ni teléfonos móviles. Por ejemplo, las habituales escaleritas a las que subirse como taburetes para ver mejor el desarrollo del juego no formarán esta vez parte del paisaje.
¿Y la competición en sí? En apariencia, se ha retrocedido por el túnel del tiempo. La organización, en su página web oficial, ni siquiera ha cambiado los años en el logotipo: 1927-2001. Y los participantes de cada conjunto son los mismos que se clasificaron, diez, o fueron elegidos por sus respectivos capitanes, dos, para la convocatoria de doce meses atrás. Pero, claro, el momento de forma de cada cual no es el que era. El de unos ha mejorado; el de otros, empeorado. Ese detalle puede reducirse, sin embargo, a una mera anécdota a la hora de presentarse en los tees de salida. La Copa Ryder, tan apasionante, tan excitante, transforma a cualquiera y le impulsa a superarse a la búsqueda de la perfección. Es el duelo supremo.
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