La penúltima juerga del número 46
Valentino Rossi ama la noche, aborrece los gimnasios y echa la culpade su éxito a lo mucho que se divierte dentro y fuera de los circuitos
'¿Y en esa moto me voy a subir yo? ¡Pero si parece un botijo!'. La frase bien podría ser de Homer Simpson, su personaje favorito; 'un fenómeno mi amigo Homer', dice él. Pero no lo es. Pertenece a Valentino Rossi. Eso fue lo que exclamó cuando vio por primera vez, el pasado invierno, la moto de cuatro tiempos que Honda quería poner en sus manos para el Mundial. Una máquina bautizada como si de La guerra de las galaxias se tratara: RC211V. Una máquina de 990cc y 145 kilos de peso, capaz de superar los 330 kilómetros por hora. La máquina o el botijo con el que el italiano, de 23 años de edad, ha conquistado el cuarto título de su carrera, el primero en la nueva categoría de MotoGP
El 'botijo', como bautizó a su nueva moto, es considerada la mejor máquina de la historia
Su carácter abierto, histriónico, desenfadado, choca con la solemnidad de algunos de sus rivales
Cuando se asomó al Mundial, en 1996, nada parecía anunciar lo que vendría después. Rossi fue noveno en el año de su estreno en los 125cc. Ganó su primera carrera, en la República Checa, y fue tercero en Austria. Pero aquel joven de 17 años llamaba la atención por detalles ajenos al deporte. Su carácter abierto, histriónico, desenfadado, sonrisa en ristre, chocaba con la solemnidad de sus rivales, tan profesionales, tan cuidadosos con los horarios, las comidas, las bebidas. 'La clave del éxito es cuidarse', se oía repetir en todas las ruedas de prensa. Hasta que llegaba el turno de Rossi: 'La clave del éxito es divertirse', advertía.
A partir de su debut todo fue ruido alrededor del piloto de Urbino, que en 1997 ganó su primer título. El aficionado comenzó a fijarse en aquel chaval con pinta de hippy, delgaducho, de larga melena, que lucía un aro en su oreja izquierda. Se supo que no pisaba los gimnasios, que llegaba a los entrenamientos con el tiempo justo para cambiarse y montarse en la moto, que una vez se subió al podio disfrazado de Robin Hood y que no se cansaba de declarar: 'Me gusta la juerga, lo reconozco. A mi edad, ¿no pensarán que a las diez me voy a meter en la cama?'.
Ni a las diez ni a las doce. En 1998 subió a la categoría de 250cc a los mandos de una Aprilia y acabó segundo en el Mundial, tras su amigo Loris Capirossi. Al año siguiente no perdonó. Se había cortado el pelo y en su casco lucía una pegatina de un extraño personaje disfrazado de superhéroe. Valentinik se llamaba el sujeto en cuestión. Conseguido el título, lo desterró de su lista de mascotas argumentando que le faltaba tiempo para llevar la paz al Universo.
Su siguiente reto fue la cilindrada mayor, la de 500cc, en la que Honda le dio la oportunidad de debutar en 2000. Allí se cruzó por primera vez con su compatriota Max Biaggi. Y comenzó una guerra que no ha hecho sino beneficiar a Rossi y convertir a Biaggi, que enseñaba cuatro títulos conquistados de forma consecutiva en el cuarto de litro, en un tipo poco apreciado. Rossi acabó segundo en la general, por detrás del norteamericano Kenny Roberts, pero por delante de Biaggi, que en más de una ocasión le acusó en público de conducción temeraria. Rossi le contestó, se cruzaron palabras altisonantes, llegaron a las manos. Cuando eran obligados a compartir mesa en una conferencia de prensa, se veía a Biaggi serio, enfadado con el mundo, mientras Rossi, unos metros más allá, sonreía, gastaba bromas, susurraba algo a las azafatas...
El pasado año logró el título en los 500cc y se convirtió en el segundo corredor en la historia que conseguía vencer en las tres cilindradas, lo que sólo había hecho el británico Phil Read en los años 60 y los 70. Sus ganancias se dispararon hasta superar los seis millones de euros anuales.
Y llegó el botijo, la revolucionaria máquina de cuatro tiempos a la que sus rivales han definido como la mejor moto de la historia. A Rossi, como vigente campeón, le correspondía llevar el número 1. Así se lo exigió la organización. Pero se negó. Quería seguir utilizando el 46, el que lleva como homenaje a Graziano, su padre, antiguo piloto que, con él, logró su primera victoria en el Mundial (Yugoslavia, 1979) precisamente el año que nació Valentino y que viaja con él siempre que el desplazamiento en avión no dure más de dos horas.
Siguió llevando Rossi el número 46, por supuesto. Y, tras vencer en diez de los 12 grandes premios disputados -el último, en Brasil-, amenazando con batir el récord de su idolatrado jefe de equipo, el australiano Mike Doohan, que en 1997 logró 12 victorias, se hizo con el título. Se enfundó una camiseta con su nueva mascota, que lleva una bombilla sobre la cabeza, ideada y dibujada por él mismo en su apartamento de Saint James, Londres, donde vive desde que su popularidad en Italia le obligó a emigrar. Allí nacieron Il Dottore, en homenaje a todos los médicos apellidados Rossi de Urbino; la tortuga, que se tatuó en 2000 al lado del ombligo por aquello de lo lento que corre, o la hawaiana, una insinuante bailarina que conoció en un viaje. Todos van con él a cada prueba.
Tras vencer en Brasil, Rossi se fue a celebrarlo, faltaría más, sin hacer demasiado caso a los compromisos del equipo, con la pandilla de amigos que viajan habitualmente con él, compañeros de triunfos y juergas, a uno de los cuales llevó una vez al podio montado en su espalda y disfrazado de gallina.
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