El novio de provincias
Y los jueves almuerzo en Moinhos da Funcheira con Zé Ribeiro, Zé Francisco, Vitorino. Moinhos da Funcheira es el suburbio del suburbio, después de Venda Nova, Brandoa, Pontinha: a todo el mundo le parece feo y a mí me parece bonito. ¿De dónde me vendrá este amor sincero, genuino, por lo que las personas consideran de mal gusto: leones de piedra caliza, duendes de escayola, cuadros con imágenes de abrojos en llamas, aparatos sanitarios con cisnes de plata? ¿Por qué razón me toca, me enternece, me pierdo, inmóvil en la calle, imaginando vidas y sintiéndome bien en ellas soñando con macramés, filigranas, dijes, arañas a las que les faltan caireles, bambis cromados, deshollinadores de cristal sobre el televisor? Mi hermano João me decía hace tiempo que tengo un lado de novio de provincias; si por novio de provincias se entiende cualquiera de los que se ven en los catálogos de los fotógrafos ambulantes, delante de un telón con la bahía de Río de Janeiro pintada, zapatos de charol y una especie de esmoquin, estoy de acuerdo con él: una parte mía es así, no le importa ser así, se alegra de ser así. Si me queréis, ponedme en la cómoda un tapete redondo o compradme en postales antiguas, con raya al medio y boquita de piñón, enviando palomitas con lazo de color rosa en el cuello a una novia invisible. Soy excelente en sonetos de almanaque
Es verdad: soy un novio de provincias. He nacido para decir Su seguro servidor, para tener una muñeca sobre la colcha...
de los doce a los trece años no escribí otra cosa
en sentimientos parecidos al papel de plata de los chocolates, en salir de una bota como los gatitos de las litografías de barrio, amorosos y con largas pestañas, mirando hacia vosotros, en llorar lágrimas de payaso pobre en las películas en las que muere la heroína después de un prolongado sufrimiento soportado con resignación cristiana, maquillada hasta el último suspiro, con una lágrima
proyector sutil que hace relucir la lágrima
que el párpado, arrojado y sereno, no permite que caiga, mientras se despide del actor
lágrima idéntica
con una dignidad apasionada y aparentemente llena de salud que el carmín discreto
proyector sutil en el carmín
subraya. Y cierra los ojos sin ayuda mientras se esparcen ligeramente sus hermosos cabellos en la funda almidonada mientras las palabras
The End
se vuelven cada vez más rojas, la cámara se aleja hasta la ventana de la habitación desde donde se vislumbra Nueva York de noche y yo me sueno en mi butaca a medida que las luces del cine se encienden.
Es verdad: soy un novio de provincias. He nacido para decir Su seguro servidor, para tener una muñeca sobre la colcha, para afeitarme frente a espejos biselados, para amar a una señora que se pinte las uñas de los pies de color castaño oscuro y beba una infusión de manzanilla con el meñique como una antena. O como una argolla. Y los labios estirados. Y el pañuelito de secarse las comisuras con prontos toques delicados. Y después de secarse las comisuras con prontos toques delicados me diga
-Mi cielo
al oído. Ambos en Moinhos da Funcheira leyéndonos, entre globos iluminados y bambúes, entre chinas de biscuit y mochuelos-médicos con gafas y bata, esas revistas de quiosco con entrevistas a los personajes de la televisión y señoras de la jet, cuyo oficio es estar allí. Y deseando ser como ellas y envidiándolas, sin entender que somos como ellas y, por consiguiente, no nos hace falta envidiarlas. Cuando digo que almuerzo los jueves en Moinhos da Funcheira digo que la camarera nos trata de
-Caballeros
nos trae salchichas con huevos fritos y nos sentimos descaradamente felices. Allí fuera, de una casa llena de piñas de estuco y palmeras plantadas en tiestos, sale una muchacha con tal armonía de movimientos, con una elegancia tan natural, como barco que surcase el aire, en los hombros y en las caderas, que se asemeja a una larga soga que se desenrolla. Ni siquiera nos ve. La vemos nosotros, con la boca llena, el pan a medio camino entre la cesta y la nariz, olvidados de masticar, cautivados e idiotas, vemos sus pasos que se alejan dentro de nosotros toda la tarde, esos ojos que nunca sabrán que existimos y, por no saber que existimos, acabamos no existiendo, somos sólo cuatro hombres con los codos sobre la mesa, ensuciándonos las camisas con las manchas de grasa del mantel de papel. Cuatro imbéciles fascinados. Cuatro novios de provincias con zapatos de charol y una especie de esmoquin, con la cabeza llena de libros inútiles. Pasado un rato, volvemos a manducar: la salchicha no sabe a salchicha, sabe a hierba, somos unos bueyes cualesquiera que la muchacha ha dejado, allí atrás, superfluos y minúsculos. Apenada por nosotros la camarera dice
-Caballeros
y nos hace la cuenta en el mantel. Dividida entre cuatro no es caro. Caro es aquello que el dinero no logra comprar: los senos, que surcan aguas invisibles, de una mujer que ninguno de nosotros merece. Y estoy seguro de que un proyector sutil hace relucir la lágrima mientras las palabras
The End
van poniéndose cada vez más rojas y la cámara se aleja sobre una Nueva York de noche, hecha de jarras de cerveza vacías.
Traducción de Mario Merlino.
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