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Columna
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Don

EN APENAS cinco horas, Alvan Hervey, un agraciado y solvente profesional del Londres victoriano, vio desmoronarse no sólo los cinco años del que creía feliz matrimonio, sino los cimientos en que apoyaba su sólida existencia. Todo ocurrió inesperadamente. Había llegado al confortable hogar, tras su rutinaria jornada de trabajo, y, en vez de encontrarse con su joven y bella esposa, se topó con una carta de ésta, en la que le comunicaba que se había marchado con otro. Peor: todavía no se había recuperado del mazazo, cuando hete aquí que la apocada adúltera, asustada por su fuga, regresó, compungida, al redil, y al parecer dispuesta a que las cosas siguieran como hasta entonces. Un minuto antes del inopinado regreso de la aventurera accidental, el estupefacto Alvan Hervey ni siquiera se hubiera atrevido a soñar con la posibilidad de este desenlace feliz, que transformaba una incipiente tragedia en un cómico vodevil de costumbres. Sin embargo, quizá trastornado por la rápida transición de los acontecimientos, el patético Alvan se dejó arrastrar por el peligroso vértigo de preguntarse por qué le había pasado lo que le había pasado, y, claro, ya no pudo tocar el fondo de su trivial y mezquina existencia.

De esta manera, mientras su estólida esposa esperaba, incómoda, a que amainara el temporal del confundido marido, a éste, que buscaba una palabra mágica que revelase cómo había ignorado el don de la vida, basada en la fe y el amor, le sacudió la inspiración de una verdad insoportable: que ambos vivían 'en un mundo que execra todo enigma y no apetece otros dones que los que en el mercado es dable adquirir'. Tras el inútil intento de compartir con su ya fatigada esposa el descubrimiento de este don vital, un enloquecido Hervey salió, dando un portazo, de su casa, para no regresar nunca más.

Con una reticencia, que le hizo calificar esta historia, titulada El regreso, como 'manca', su autor, Joseph Conrad, la publicó, en 1898, junto con otras, en Cuentos de inquietud (Valdemar). Aunque comprendo las dudas del genial novelista de aventuras en mares antipodales, al verse encallado en la sórdida calma chicha del resbaladizo bienestar burgués, no creo que el rabioso gesto final del desconcertado Alvan Hervey fuera finalmente diferente del levar anclas de cualquier desesperado lobo de mar tras el correspondiente naufragio portuario. Se aúlle en medio de la soledad oceánica o entre la deshecha multitud urbana, el lobo sale siempre en busca de un don que sabe inencontrable. Al término del poema La canción de amor de J. Alfred Prufrock, que T. S. Eliot publicó en 1917, cuando todavía Conrad paseaba su soledad por Londres, se pueden leer los siguientes versos: 'Nos hemos demorado en las estancias marinas / junto a ninfas ornadas con algas bermejas y pardas, / hasta que voces humanas nos despierten, y nos ahoguemos'.

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