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Columna
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Dejemos a los consejeros en paz

Los consejos de administración están de actualidad -bien a su pesar-. Los escándalos recientes en otros países, sobre todo a partir del mal ejemplo dado por los consejeros de Enron ante los desaguisados de sus directivos, han hecho que la atención de los políticos, los reguladores y la opinión pública se centren en esa figura, hasta hace poco bastante ignorada en la estructura de las empresas.

En el modelo capitalista, el consejo de administración tiene un papel importante. Aparentemente, no debería tenerlo: lo que la teoría dice es que los propietarios de la empresa contratan a los directivos y les dan instrucciones sobre cómo gobernar la organización, de modo que cumplan el objetivo que les señalan, que, según una teoría, es la maximización del valor de las acciones y, según otra, la atención a los intereses de un número indeterminado de partes interesadas o stakeholders, como son los empleados, los clientes y proveedores, la comunidad local y el medioambiente, además de los propietarios.

Pero la vida es mucho más complicada. No está claro, en cada caso, qué actuaciones de los directivos permiten maximizar el valor de las acciones. Ni está claro cómo se compaginan intereses tan dispares como los de los stakeholders mencionados. Y sobre todo, los directivos tienen siempre el incentivo de utilizar la empresa en su provecho, maximizando no el valor de las acciones ni los intereses de las otras partes, sino la cuantía de sus pagas, la longitud de los automóviles corporativos o las prebendas ligadas al cargo de director general o de consejero delegado.

Y ahí es donde intervienen los consejos de administración, encargados de controlar a los directivos, de velar por que estos elaboren y pongan en práctica la estrategia más adecuada, de cuidar por la ordenada sucesión en la dirección de la organización y de crear un ambiente adecuado para que la empresa crezca, cumpla su función y se desarrolle sin que nadie se vea injustamente perjudicado.

Y eso es todo. Las reformas recientes, tanto en Estados Unidos como en Europa -también en España-, van dirigidas a conseguir que los consejos de administración cumplan su función. De ahí el énfasis en que haya un número adecuado de consejeros independientes, que no se limiten a dar por bueno lo que los directivos decidan; en que el funcionamiento de los distintos comités -de promociones, de remuneración, de auditoría, etcétera- sea el adecuado; en que el número de los consejeros sea reducido, para que actúen con eficacia; en que se dediquen con interés y capacidad a su tarea; en que dispongan de la información necesaria, etcétera.

Pues bien, en este panorama llama la atención el reciente debate que se ha planteado alrededor de la edad de jubilación de los consejeros de las cajas de ahorros. Claro que esos consejos presentan características especiales, porque no hay unos accionistas propietarios de la empresa que nombran a los miembros del consejo y que les confieren el mandato de velar por sus intereses y, en su caso, por los intereses de la sociedad en general y de los stakeholders en particular.

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Esto implica que las cajas sean entidades ambiguas. Los stakeholders -los clientes de activo y de pasivo, los empleados, la comunidad local, etcétera- están claros, pero la defensa de los intereses del capital no siempre está clara si no hay un grupo definido nombrado por los creadores de la institución. De modo que las cajas se han convertido, a menudo, en organizaciones cuyo control reporta importantes beneficios al servicio de intereses políticos de la comunidad autónoma o de los organismos locales, o incluso de grupos especiales de intereses dentro de la propia corporación.

La Ley de Sociedades Anónimas deja a las empresas una gran libertad para que cada una organice su consejo como crea oportuno. Y es lógico que sea así, porque, como ya he dicho, los consejos son intermediarios entre el bien común de la sociedad, el bien común de la empresa, el bien particular de sus propietarios, el bien particular de sus empleados, clientes y proveedores, y el bien particular de sus directivos.

Las tendencias reguladoras recientes apuntan sólo a facilitar que cumplan mejor esa función, delicada y muy importante, sin perjudicar a ninguno de los grupos de stakeholders y, sobre todo, de manera abierta y transparente para la sociedad.

En el caso de las cajas de ahorro, la limitación de la edad de los consejeros supone una intromisión en ese principio. Hay razones a favor y en contra, desde luego, y precisamente por ello el político debe abstenerse de intervenir, dejando que sean los estatutos de cada entidad los que diriman esa cuestión. Claro que también hay razones, ahora de naturaleza política, para manipular la labor del consejo de las cajas. Pero eso no entra -no debe entrar- en la regulación de dichos consejos. Y ojalá las discusiones recientes sobre este tema sirvan para que, finalmente, la sociedad española se decida a dar un estatuto claro, ajeno a la manipulación política, de las cajas de ahorro.

Antonio Argandoña es profesor de economía de IESE.

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