Arietes, víctimas, olvidos
Ciertamente: el error de Carod ha sido algo más que un patinazo. Leído el artículo que publicó en 1991 parece que incluso dentro de Cataluña existen para él víctimas más y menos explicables. Regañando vigorosamente a ETA poco después del atentado de Vic, afirmaba: 'Habéis ido hasta Osona, allá donde precisamente el nivel de conciencia nacional es más elevado, allí donde el independentismo político obtiene unos mejores resultados electorales y donde las fuerzas de disciplina española están más debilitadas'. Es justo y necesario, sin embargo, añadir que Carod comienza el artículo de marras condenando sin paliativos el asesinato como arma política, aunque, en su argumentación central, se muestra más preocupado por el daño político que los etarras infringen a la causa independentista catalana que por el dolor de las víctimas. Sobre este error (inexcusable desde el momento en que Carod se reafirma en él no aceptándolo como tal) se ha construido una de esas jugadas en la que aparecen implicados, y mutuamente beneficiados, los dos extremos del arco nacionalista hispánico. Como la madre superiora en el convento de la democracia, el PP se cree en el derecho de pedir explicaciones a todo el mundo. Reparte culpas, exige confesiones y confunde su discutible idea de España con los derechos fundamentales que ETA y su entorno niegan a los vascos constitucionalistas. Victimizado, Carod consigue, por su parte, encarnar personalmente el martirio de la nación. Y consigue rentabilizar la irritación que en Cataluña produce el intemperante tono de inquisidor dominico que exhiben los prebostes del PP.
El trasmisor de la jugada ha sido el diario ABC, pero el nombre del medio no importa. Se trata de una jugada mil veces vista, representativa de una corriente del periodismo español que conquistó su papel dominante a raíz de los mortíferos golpes que infringió al Gobierno de Felipe González. Es un periodismo que aparece como un democrático ariete perforando, a golpes de verdad, las fortalezas que protegen los intereses inconfesables, pero deja a su paso una deprimente confusión entre los verbos 'informar' y 'chivatar', una sospechosa trama de influencias, una ácida tendencia a encender pleitos fratricidas, supuestamente en nombre de la verdad o de los valores democráticos, que siempre terminan beneficiando, y con descaro, a una determinada bandera política, económica o corporativa. No quiero simplificar. No podría negar el rigor, la belleza, el acierto, la solidez que estos medios con frecuencia exhiben, pero persiste en ellos una tendencia al quebranto y a la insidia, al brochazo cínico, al bronco tremendismo: una tendencia, en suma, a convertir la palabra en puñal. Demasiadas veces, el tono fratricida o clorhídrico se impone en los comentarios de sus colaboradores y en la manera de velar o desvelar informaciones. Es en este contexto en el que conviene situar la noticia de la entrevista de Carod con Otegi. Carod Rovira es algo más que un notable político, es un hombre de larga trayectoria, un antifranquista de incuestionable perfil democrático. Carod es autor, junto con Àngel Colom, de una magnífica operación que merecería ser recordada día tras día por comparación con la monstruosa espiral vasca: consiguieron encauzar políticamente a los que habían optado por la vía violenta. Un político con estas credenciales merecería, cuando menos, una curiosa atención por parte del periodismo español. Su retrato ha dado la vuelta a España sólo cuando ha sido atrapado en tristes paños menores.
También en Cataluña, incluso en determinados espacios públicos o en páginas privadas que han obtenido inyecciones de dinero público, el periodismo ha caído en parecidas tentaciones: la maldad de lo español en contraste con la bondad de lo catalán se ha convertido en un recurso automático. Sobre el pérfido enemigo español llueve una incesante ironía. Políticos de primer orden como Aznar o Mayor sólo aparecen en algunos medios de comunicación catalanes para representar el papel de lobos del cuento de las caperucitas vasca o catalana. Y tipos de verbo excesivo como Ibarra sólo aparecen cuando pisan con estrépito una piel de plátano. Un humorista catalán ha dado la vuelta a Cataluña este verano convertido en pregonero de casi todas las fiestas mayores. Pagado por los ayuntamientos, parodiaba en estos pregones no al presidente de la Generalitat, sino al presidente del Gobierno o al jefe del Estado. El humor político es higiénico, sin duda, pero este humor financiado por las instituciones, impertinente con el poder lejano y amable con el poder próximo (próximo también a la hora de pagar los encargos) no puede ser considerado humor político, debería ser llamado 'el humor del régimen'. Se dice desde Cataluña, y con bastante razón, que la caldera mediática madrileña tiende a la ferocidad, al linchamiento. Es fácil ver el ojo del vecino. No parece nadie darse cuenta de la frágil sicología que destila el espacio mediático catalán: displicente, irónico, burlesco con cualquier forma de españolidad, llora cuando descubre el desprecio de Madrid.
No sólo EE UU, todavía bajo el shock, tienden a la respuesta agresiva. No sólo en Holanda o en Francia aumentan los xenófobos partidarios de la cerrazón. En todos los rincones de España aumenta la respuesta histérica, la acidez, la ensoñación extremista. Mil veces hemos hablado del drama vasco, ¿pero cuándo vamos a hablar de la España abierta y cómoda para todos que podía haber sido y no es? Los extremos nacionalistas se necesitan, en Cataluña, para crecer. Encuentran cada día el campo mejor labrado para sembrar el resentimiento. Pocos son los que, como el sutil Enric Juliana el otro día, parecen recordar que la fenomenal manifestación del 11 de septiembre de 1977, la que abrió las puertas de la autonomía, no era un primer paso hacia la soledad nacional catalana. La mayoría de aquellos ilusionados manifestantes reclamaban fervorosamente el Estatut, sí, pero llevaban también en el corazón una idea de España.
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