Paisajes perdidos
Perpendicular y paralelo. Parece -creo que lo es- el título de una de las litografías de Escher, pero no es a lo que voy, no estoy ahora, después de dos durísimas etapas de montaña, como para impartir lecciones de arte.
Paralelo o perpendicular, que quizá sea más correcto; me refiero al sobrecogedor paisaje que hemos podido disfrutar durante el transcurso de la etapa de ayer. Filas, hileras infinitas de olivos cruzadas o paralelas, siempre dependiendo del punto de vista de tu ojo, o de la ración debida de imaginación. Paisaje seco, árido, rudo, para acompañar esfuerzos calientes y húmedos, bañados en sudor. Montañas, cerros, colinas, pintadas bajo la visión de un puntillista acérrimo, convencido y con un amor irracional por el verde; puntos verdes que se disipan en la distancia en un fondo color tierra, a veces aliñado con el brillo inconsistente de cualquier mole de roca. Cuadrículas idénticas repetidas hasta la saciedad que terminan por diluirse con el azul predominante en el horizonte.
Son pocas las ocasiones en las que podemos disfrutar del paisaje. Por mucho que parezca imposible, y por mucho que nos lo recriminemos a nosotros mismos, conseguimos abstraernos de lo que nos rodea más de lo debido. Algo bueno para la concentración, pero nocivo para los sentidos, sobre todo para la vista.
Y claro, nos perdemos espectáculos de primera magnitud que el espectador, sentado en su sofá, y ayudado por la toma aérea del helicóptero, tiene la suerte de disfrutar. Espectáculos como el de ayer, o como el de anteayer en la Alpujarra, o como el del otro día en cabo de Gata, o como tantos otros que nos quedan por ver y no disfrutar. Paisajes que todos miramos, pero muy pocos vemos, sólo los que eludimos nuestras tareas durante unos escasos y siempre insuficientes segundos.
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