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Columna
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¡Viva yo!

A mí estas cosas no me impresionan mucho. Para bodas, las del mesón de Pastoriza. Recuerdo la de dos amigos, Lola y Paco. Todavía estoy viendo el momento apoteósico en que un cuarteto de camareros hizo su aparición en la sala, creo que al son de You can leave your hat on, portando una de las tartas, un gigantesco escudo nobiliario con los motivos de la merluza y el cerdo, orgulloso símbolo de la unión de dos estirpes, la de los pescaderos y la de los criadores de porcino. Una boda generosa, con un profético blasón. Lola me cuenta ahora que pronto lanzarán al mercado cerdos sin colesterol, alimentados con algas. En Tui asistí a otra boda magnífica, galaico-portuguesa. Al fondo del restaurante estaba el mismísimo Martin Sheen, oriundo del Miño y nacido Ramón Estévez, más alucinado que en el rodaje de Apocalipse now: un comando de camareros penetró en el salón con bandejas de langostinos al ritmo trepidante de La cabalgata de las walkirias. En mi tierra gustan mucho estas coreografías espectaculares, siempre que salgan de la cocina. Una boda celtibérica, como Dios manda, aunque sea por lo civil, es en realidad oficiada por el maestresala. Los invitados escudriñan el misal del menú como si fuera un ensayo semiótico de Roland Barthes. Por eso comprendo muy bien a la virgen María en su discutido proceder en la boda de Canaá de Galilea. Es uno de los episodios más curiosos de los Evangelios. Recordarán que los que se casaban eran parientes de María y acudieron también como invitados Jesús y sus discípulos. En el banquete ocurre la peor catástrofe imaginable. 'Se les acabó el vino', cuenta el cronista Juan, 'y entonces la madre de Jesús le dijo: No les queda vino'. Cristo todavía no se había estrenado con los milagros y se resiste. Es más, le responde a su madre con una frialdad cortante: 'Mujer, no intervengas en mi vida'. El cruce de miradas tuvo que ser de película. Juan no lo cuenta, pero María, preocupada por el buen nombre de la familia, debió de soltarle: 'Si ahora no, ¿cuándo?'. Lo cierto es que aparecieron seis tinajas del mejor vino y la boda fue sonada. Que se sepa, nadie, ni Cristo, gritó '¡Viva yo!'. Eso es algo que no deja de sorprenderme en nuestras bodas. Después de los vivas a los novios, casi siempre retumba en la sala un lapidario: '¡Viva yo!'. Pero hacía tiempo que no escuchaba uno tan jaquetón. ¿No lo han oído?

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