Noticias de un hombre legendario
Contra el empuje renacentista de científicos haciéndose preguntas sin control, la Iglesia romana creyó poder defenderse con concilios que diseñaban dogmas para los hombres en nombre de un Dios que no había sido invitado. E igual hacían los reyes afines. La unidad de la cristiandad estaba destruida por la disensión religiosa y había que imponer, al menos, un orden territorial. Un rey, una fe, una ley. Y buena confraternidad. Pero esa doctrina (cuius regio, eius religio) resultó autodestructora y llevó a la muerte a miles de inocentes. A la postre, serviría para poco porque no todos los poderosos de una Europa que tenía entonces 60 millones de habitantes estaban dispuestos a aceptar la exigencia de hacer ventanas en las almas de los hombres.
Datos de Interes
Michael White Traducción de Albert Solé Javier Vergara Barcelona, 2002 219 páginas. 17,50 euros
Además, estaban los libros. Un siglo antes del nacimiento de Giordano Bruno existían menos de treinta mil libros, escritos a mano y custodiados en conventos y en bibliotecas reales. Pero cuando el Nolano empezó a enseñar y recorrer Europa, a finales del siglo XVI, ya existía un canon formado por unos cincuenta millones de libros. La imprenta de Gutenberg se había convertido en una realidad imparable. Según cálculos de Michael White, tres años después de la famosa Biblia de Gutenberg, producida alrededor de 1445, había un taller de imprenta en Estrasburgo y veinticinco años más tarde, en 1480, más de una docena de impresores trabajando en Roma. A finales de siglo, cuando Bruno cayó en las garras de la Inquisición en Venecia, White dice que había allí al menos cien impresores. Y John Elliott relata en La Europa dividida (1559-1598), reeditado ahora por Crítica, que sólo de la Institutio de Calvino las imprentas de Ginebra podían producir 300.000 volúmenes al año.
'Los lobos habían enviado sus libros por delante'. La frase que Elliott pone en boca de un obispo define el estado de ánimo de Roma. ¿Qué hacer? ¿Cómo poner puertas a ese campo de libertad, al libre albedrío reclamado por Erasmo, un best seller en Europa con Elogio de la locura? Había que dar no uno, sino muchos escarmientos, y no sólo en Roma, sino en toda la cristiandad. En ese empeño fenomenal que acentuó el apagón cultural que ya duraba siglos hubo muchas víctimas (el arzobispo Bartolomé de Carranza y fray Luis de León en España, Miguel Servet en Ginebra, los hugonotes en Francia, y la caza de brujas que costó la vida a decenas de miles de mujeres, algunas por practicar el parto sin dolor), pero ninguna tan famosa como Giordano Bruno. Aún hoy, cuatrocientos años después, su figura inquieta a Roma, que no sabe si pedir perdón por aquella barbarie, mientras la red ofrece miles de sitios web dedicados al autor de La cena del miércoles de Ceniza.
Galileo Galilei tenía 36 años cuando Bruno fue quemado vivo en el Campo dei Fiori romano, y René Descartes, cuatro. Isaac Newton aún no había nacido. Para todos ellos, Bruno era una figura legendaria de la que no se podía hablar. Y era, sobre todo, el símbolo del escarmiento, para navegar sin riesgo por el conflicto entre verdad científica y verdad revelada. ¡Todos a callarse! Lo supo Nicolás Copérnico, muerto 60 años antes en un silencio temeroso porque su De revolutionibus orbium coelestium podía costarle la vida. Lo vivió Galileo, que retractándose a tiempo consiguió salvarse de las llamas. Lo que más impresiona del extraordinario libro de Michael White es el relato sobre la resistencia de Bruno a rectificar a pesar de saber que acabaría en la hoguera con la lengua presa a una paleta de madera para impedir que hablara. Ese coraje, esa voluntad de hierro, desafiante, impenitente, le parece a White 'similar en su intensidad a la de Cristo'. 'Nos resulta casi imposible de imaginar', dice el gran biógrafo.
¿Qué había proclamado Bru
no para merecer tan terrible castigo? Había puesto a la tierra en su sitio, en línea con Copérnico, y antes y más allá que Galileo; intuyó la existencia de otros mundos , y predicó el poder de la memoria. Era, además, un hombre libre, frente a la conformidad, la ortodoxia y la obediencia reclamada por Roma. Un hombre famoso en toda Europa, por donde viajó tanto como Erasmo, tras huir de un convento de dominicos después de ser sorprendido leyendo en un retrete precisamente el Elogio de la locura. Recluido miserablemente en una prisión vaticana, Bruno suscitó el interés de Clemente VIII y fue interrogado por nueve cardenales. Temían las consecuencias de someter a la hoguera a un hombre tan fascinante. La biografía que le dedica nada menos que White indica que los temores de Roma tenían fundamento. El inquisidor que se ocupó de Bruno y también de Galileo, el cardenal Roberto Belarmino, jesuita, fue recompensado en 1930 por la Iglesia con la canonización. No pasará a la historia, salvo por su infamia, mientras Bruno tiene desde hace un siglo estatua y flores en el lugar donde se le había quemado vivo para simbolizar que nunca había existido, ni él ni sus libros.
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