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Aniversario

Hace ahora un año un conductor poco prudente me arrolló violentamente cuando marchaba tranquilamente en bicicleta en compañía de un buen amigo. Fue un accidente muy parecido al que sufrieron los hermanos Otxoa con las irreparables pérdidas que todos conocemos en ese caso. Quiero decir con ello que pudo ser mortal. Por eso me siento muy afortunado porque estoy vivo para poder contarlo a diferencia de los centenares de ciclistas que cada año sufren en España accidentes en la carretera, muchos dejando graves e irreversibles secuelas y varias decenas de ellos mortales. Los que practicamos el ciclismo desde hace muchos años sabemos que es un deporte que ha ido incrementando su nivel de riesgo hasta alcanzar niveles muy preocupantes. Echamos en falta mayor cultura cívica por parte de muchos conductores de vehículos que nos ignoran en la carretera y de algunos otros que sencillamente te consideran un molesto estorbo que hay que sortear como sea, incluso poniendo en riego la integridad física del ciclista con imprudentes adelantamientos que casi rozan tus piernas. También echamos a faltar un poco de atención por parte de los responsables públicos. No les pedimos la luna. Únicamente más carriles seguros y que los días festivos se acoten determinadas carreteras secundarias tradicionalmente muy transitadas por ciclistas, restringiendo durante unas horas por la mañana la circulación para vehículos. Un sencillo mapa localizando los puntos en los que ciclistas han sido atropellados o han perdido la vida durante los últimos años sería suficiente para poder determinar circuitos susceptibles de acotar en días determinados y horas concretas y de garantizar mayor presencia de efectivos responsables de tráfico.

Cuando tienes un accidente que puede ser mortal pasan por tu mente muchas cosas. Piensas mucho en la muerte y en la vida. Descubres cómo es posible que durante el segundo escaso que transcurre desde que se produce la colisión hasta que caes a tierra se tenga tiempo de revisar tantas cosas en forma de nítidos fotogramas. Durante ese escaso segundo piensas en tu vida, en los tuyos, en que no vas a volverte a levantar o que, en el mejor de los casos, puedes quedar impedido. La tensión a la que sometes al organismo es tal que durante meses tu mente y tu cuerpo se quedan vacíos. Durante varias semanas, al menos en mi caso, ni siquiera tuve concentración suficiente para poder leer. Únicamente era capaz de dejar la mirada perdida en el horizonte. Tampoco puedes dormir. La imagen del accidente te viene repetidamente a la mente como si se tratara de una cinta de vídeo que repite constantemente las mismas imágenes. Ni siquiera eres capaz de quitarte un sabor de boca característico pero indefinido, mezcla de sangre, sal y sudor. Un año después muchas de estas sensaciones aún me acompañan.

Pero, sobre todo, piensas en la vida. Sin perder de vista los dos o tres grandes objetivos que han dado sentido a tu existencia y que en gran medida explican los vagones que has cogido y los que has dejado pasar de largo, tus coordenadas vitales y tus prioridades cambian en favor de un creciente interés por las pequeñas cosas. Piensas con intensidad que el tránsito por la vida, que es puro azar, no es más que un inmenso océano de rutina, plagado de apuestas y renuncias, en el que afloran de vez en cuando pequeños islotes que componen los escasos momentos de plenitud y de felicidad. Y piensas que son precisamente esos irrepetibles momentos los que vale la pena saborear más despacio. Una conversación con tu hija, un simple paseo con tu compañera, hacerle una caricia a tu madre, coger en silencio la mano de un padre cuya salud ves apagarse, escuchar y ayudar a un estudiante con dificultades especiales, tener una conversación con un amigo. Esas son las pequeñas cosas a las que me refiero, que de forma casi imperceptible han ido ocupando mayor espacio en mi particular universo. El último día del pasado diciembre hice la prueba de recordar los momentos más felices de todo el año. Todos coincidían con situaciones que evocaban algunos de esos fugaces momentos en los que uno se siente feliz o útil a los demás.

Con algunas secuelas y superando temores que imagino me acompañarán siempre he vuelto a practicar ese bello deporte. No conozco ningún otro que constituya mejor escuela de vida e incluso mejor terapia. Te permite fijar objetivos, te ayuda a conocerte y a saber dónde están tus límites, te enseña a ser solidario, a trabajar en equipo, a esforzarte sabiendo regular tus fuerzas, a ser capaz de esperar en el camino y agradecer que te esperen...Es mucho más que mero ejercicio físico.

Y volviendo al placer por las pequeñas cosas, pocas se pueden comparar a la sensación que uno experimenta cuando por ejemplo atraviesa la Sierra de Espadán o los puertos de la Marina Alta. Es imposible poder describir los paisajes, los aromas y colores que cambian a cada momento. Sólo aquellos que lo hacen saben de esa sensación y del significado de poder tomar una taza de café en Eslida, en Benimaurell o en Ebo después de horas de esfuerzo o de tener una sencilla y tranquila charla con tu compañero debajo de un pino después de haber coronado Bèrnia. Estas serán algunas de las cosas que recordaré a final de año cuando haga balance. Y las recordaré más intensamente que antes porque durante meses llegué a pensar que nunca más podría volver a experimentarlas.

Joan Romero es profesor en la Universidad de Valencia.

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