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Crítica:'LA BODA DEL MONZÓN' | CINE
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Una lejana delicia

La cineasta india Mira Nair saltó hace una década a la celebridad por su afortunado, aunque irregular, paso por el cine de EE UU, en el que se dio a conocer con la excelente Mississippi Masala y, más tarde, con otros filmes interesantes, pero no tan inspirados como el primero, como La familia Pérez y Kamasutra, que también rompieron fronteras, pero que condujeron a la cineasta a algo parecido a un atasco imaginativo, que la paralizó durante algunos años. Ahora, tras ese bajón, volvió Mira Nair a su país y allí movilizó su inventiva, que fraguó con una hermosa película, La boda del Monzón.

Se trata, sin duda, de su mejor trabajo, con el que hace un año ganó el León de Oro del Festival de Venecia, dejando en la cuneta a las que eran consideradas allí películas favoritas, la mexicana Y tu mamá también, la austriaca Canícula y la iraní El voto es secreto, obras vivas e inteligentes, pero de menor complejidad y refinamiento que esta preciosa obra, que propone un gozoso relato de las interioridades de una familia de la burguesía de Delhi. El retrato colectivo que Mira Nair crea primorosamente en la pantalla, que revienta de vitalidad, de La boda del Monzón, es uno de los alardes de pericia en la escritura de un guión y de firmeza en su puesta en pantalla que ha dado el cine de los últimos años.

LA BODA DEL MONZÓN

Directora: Mira Nair. Intérpretes: Naseeruddin, Lillete Dubey, Shefali Shetty, Vijay Raaz, Tolotama Shome. Género: comedia. India, 2002. Duración: 119 minutos.

Hay virtuosismo en este elegante, veloz y minucioso paseo de la cámara de Mira Nair por los recovecos de la vida cotidiana, en la que observa con ternura, calma e ironía el ir y venir del ajetreo de dos familias durante las vísperas de la boda de dos de sus hijos, una boda que de pronto es inundada por un diluvio monzónico. Son unos treinta los personajes que llenan el pequeño escenario de la casa de los padres de la novia. Y cada uno de ellos es el nítido dibujo de alguien que, pese a su fugacidad, terminamos conociendo, o quizás reconociendo, como si se tratara de un rostro olvidado que de pronto recordamos como si fuera, y tal vez es, el rostro de un viejo amigo perdido y ahora recobrado.

Hace falta hilar fino para, primero en el guión y más tarde en la conjunción -un bordado de pura seda cinematográfica- de la dirección y la interpretación, lograr una hazaña estilística de tanta calidad y tanta dificultad. En este sentido, y en otros, La boda del Monzón es un encaje de bolillos llevado a cabo sin dejar ver en la pantalla indicios del más mínimo desfallecimiento, con la soltura y la gracia del cine de gran oficio, aparentemente hecho como si se respirase, pero que, si se mira con un poco de detenimiento, se nos desvela como un trabajo de asombrosa minuciosidad, todo un puzzle en el que cada pieza encaja con las que la escoltan sin dejar abierta la menor fisura.

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