EIFMAN RECREA LA CORTE DE CATALINA LA GRANDE
La compañía de ballet moderno de San Petersburgo presentó en Santander un deslumbrante espectáculo. Su 'Hamlet ruso' rinde tributo a la vieja escuela y a la monumentalidad
En su San Petersburgo natal, a Borís Eifman (que no ha podido venir a Santander por una repentina enfermedad que le mantiene hospitalizado) le negaron el pan y la sal durante años, tanto en la etapa soviética como al principio de la perestroika. Pero se hizo a sí mismo. Luchó, tuvo a su lado bailarines fieles y pudo despegar y plasmar sus ambiciosas ideas. Eifman es un inventor escénico de primera clase, sabe rodearse de talentos básicos para el baile, los decorados y el vestuario hasta cuajar un concepto monumentalista del ballet. En su Hamlet ruso, Eifman establece un paralelo, algo forzado pero bien establecido en el guión, entre la trama shakespeariana del príncipe de Dinamarca y los entresijos casi versallescos de la corte rusa del XVIII.
Establece un paralelo entre la trama shakespeariana del príncipe de Dinamarca y los entresijos de la corte rusa del XVIII
Los rusos tienen una tendencia natural a ennoblecer a sus antihéroes, así un historiador moscovita contemporáneo ha escrito que el hijo de Catalina (ella no era rusa; era alemana y en realidad se llamaba Sofía Augusta Federica) 'tenía en la corte las actitudes de un Borgia', lo que se puede interpretar desde el elogio hasta el insulto. Lo cierto es que el chico, que no se parecía al que debía ser su padre, el zar, sino que era clavado a Serguéi Saltikov (el favorito de Catalina), se negó a crecer (constantemente jugaba con sus soldaditos de plomo, lo que no es nada al lado de lo que hacía el zar Pedro III: vestir y desvestir su colección de muñecas todo el día), y Catalina Alexievna, erre que erre, lo casó una vez que logró que su suegra, la emperatriz Isabel, se muriera alcoholizada a base de aguardiente de guindas, y tuviera el camino libre para fraguar el asesinato de Pedro III y autonombrarse emperatriz a todos los efectos. Will Cuppy se ensaña con la familia al describir estas cosas, pero es verdad que dentro de aquella confusión, los rusos se olvidaron de que Catalina era una extranjera sin derecho a reinar. Catalina mintió como una bellaca al decir que su marido había muerto de un cólico hemorroidal: ella lo planeó todo y alguien le cortó el cuello.
Todo esto está en el ballet contado de manera épica (los amiguitos veinteañeros de Catalina dan argumento para varios ballets más, con sexo duro incluido), al estilo de la mejor tradición del ballet ruso-soviético. Hay que ser sensatos, al menos con el ballet: no todo lo que hicieron los soviéticos fue malo, tampoco se comían a los niños.
Catalina la Grande escribió en sus memorias: 'Uno va más lejos a veces de lo que piensa'. Y eso está sin duda también en Hamlet, y en Rusia, donde todo es trágico. Siempre han sido y serán así, y ése es el aliento que usa Eifman en su obra y sobre el que a veces ironiza. Hace bailar a las reinas y llorar a los príncipes (que siempre pensamos que sólo existían en la pose de los lienzos oficiales o en la pluma de sus hagiógrafos).
La escenografía de Viacheslav Okúkev recrea magistralmente un foro palladiano que a la vez es una perspectiva de la catedral de San Isaac y de los salones del Hermitage. Por fortuna, el sentido del ballet moderno ruso no tiene nada que ver con el occidental; va voluntariosamente a su aire, se expresa crudamente en una cuerda tensa y de ejecutoria compleja (esta vez apoyada por fragmentos de Beethoven y Mahler). Los bailarines están soberbios, y, al frente, el joven protagonista Ígor Markov, de técnica brillante y un físico capaz de transmitir los trémulos temores del desdichado principito.
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