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Ni tanto ni tan calvo

La economía estadounidense se ha decorado con las manchas que, a la hora de los postres, infaman las solapas del comensal glotón. Después del escándalo contable de Enron y el complementario de la auditora Arthur Andersen, han desfilado por los periódicos otras miserias y engaños en sucesión rápida e inquietante. El daño ha sido considerable, y será preciso inventar fórmulas nuevas de control, y quizá más cosas, antes de que los inversores recuperen la confianza y vuelvan a rodar los dólares con la alegría que acostumbraban. En un artículo reciente publicado en este mismo diario (La enfermedad moral del capitalismo, 28-7), Joaquín Estefanía pondera el hecho calamitoso y se desahoga a gusto contra los neoliberales. La de 'neoliberal' es una acuñación semántica un tanto escurridiza, de manera que haré unas mínimas precisiones con objeto de fijar en qué estoy de acuerdo y en qué no lo estoy con el artículo de Estefanía. El neoliberal se caracteriza por sostener dos tesis distintas. Una, que el mercado produce más bienestar que los otros sistemas económicos conocidos; dos, que el mercado es capaz de autorregularse. ¿Qué significa lo último? En esencia, que basta un Estado mínimo, garantizador del cumplimiento de los contratos, para que el mercado genere, además de riqueza, todas las cosas necesarias al orden social: moral, disciplina institucional, sentido de la responsabilidad, etcétera. En el imaginario neoliberal, el mercado se asimila al perpetuum mobile de los visionarios científicos. Esto es, a un artilugio capaz de seguir indefinidamente en marcha sin auxilio de fuentes exteriores de energía.

Hasta donde yo sé, Estefanía acepta la tesis de la productividad del mercado y arremete durísimamente contra la tesis de la autorregulación. Así, en líneas generales, creo que lleva razón. Ilustraré mi punto de vista acudiendo a un caso célebre: el de la crisis argentina. ¿Por qué se ha torcido el negocio? Olvidémonos de la disputa entre Stiglitz y el FMI y vayamos más al grano. Naipaul, allá por los setenta, viajó repetidamente a Argentina. E hizo una etiología del mal argentino en forma de tríptico -The return of Eva Perón with the killings in Trinidad, Knopf, 1980-. La primera hoja del tríptico se refiere a la constitución de la oligarquía argentina. Ésta se formó en muy poco tiempo por el procedimiento arcaico del expolio del indio. La segunda tiene como asunto el fenómeno inmigratorio. Fue tres veces más intenso que el norteamericano, de resultas de lo cual los recién llegados no tuvieron tiempo de acomunarse, en lo económico y en lo moral, con los ricos antañones. Tres, el conflicto social: los excluidos envidiaban, y simultáneamente odiaban, a una clase dominante cuyo origen, y cuyos mores, respondían más al modelo feudal que al prestigio y autoridad del dinero ganado por la vía del trabajo y de la apuesta empresarial. El desenlace, otra vez según Naipaul, fue el peronismo, que combina la demagogia socializante con la idea de que el dinero viene llovido del cielo. Ignoro si la composición de lugar de Naipaul abriga fundamento histórico. Sugiere, sin embargo, algo elemental y, en términos generales, irrefutable. Y es que la economía depende de la actitud de los agentes económicos, la cual es perfectamente capaz de reventar las recomendaciones de los suscribientes del consenso de Washington, o de cualquier otro consenso. Menem se puso a gastar, cuando no debía hacerlo, porque el tic del gasto está incrustado en la clase política oriunda, y también porque, dentro de una democracia, el rigor fiscal es tanto más difícil cuanto mayores los desequilibrios sociales y menos ejemplar la conducta de los ricos y los gobernantes. En resumen, los conflictos gordos son psicológicos y morales, y sólo traslaticiamente económicos. Por lo mismo, la taumaturgia económica sólo tendrá éxito si se consuman a la vez -y quizá antes- otras taumaturgias. En parejo sentido, las prescripciones de buen comportamiento capitalista son intrínsecamente incompletas. Enumeran lo que hay que hacer, pero no mencionan cómo se ha de ser o en qué condiciones se ha de estar para hacer lo que hay que hacer. Esto fue percibido clarísimamente por Hayek, quien vinculó el capitalismo al desarrollo de la ley y al factor cultural. Estefanía, en su artículo, trata a Hayek con una dureza injusta. Hayek no fue un neoliberal, si se entiende por tal al que incurre en el error de postular el mercado abstrayéndolo del contexto.

Sea como fuere, el réspice de Estefanía a los liberales del género economicista y mecánico está bien traído. Desde la Gilded Age, la época fabulosamente corrupta que siguió a la Guerra de Secesión, no se habían unido en un lazo tan estrecho la avaricia y el dinero en los Estados Unidos. ¿Explicaremos el fracaso diciendo que no se ha permitido al mercado desarrollar sus virtudes ejemplarizantes? El creyente, del signo que sea, encuentra siempre explicaciones para lo que no cuadra con sus creencias. Los laicos preferimos pensar que fiarlo todo, incluida la edificación de las gentes, al mercado es esperar de éste más de lo que razonablemente puede dar.

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¿Qué es lo que nos queda entre las manos una vez que se ha desacralizado el mercado? Un núcleo teórico estable y el sentido común. Que los precios no intervenidos reflejan bien las necesidades sociales parece cosa confirmada. Que la gente se afana más cuando es propietaria titular de su riqueza, también. A partir de aquí se dilata el horizonte de lo cuestionable y experimentable. Experimentemos dando a cada contencioso la importancia que merece y sin confundir los gatos domésticos con los tigres de Bengala.

Es aquí, precisamente, donde entro en disonancia con el artículo de Estefanía. Parece que Estefanía concibiera la situación presente como una lucha titánica entre socialismo y capitalismo salvaje, y que modulara sus sentimientos y pronósticos con arreglo a esta pugna dramática. El argumento, no siempre expreso, dibuja un perfil de montaña rusa: el socialismo ha sido vencido, pero el vencedor tiene los pies de barro. En consecuencia, se abren nuevos caminos, nuevos horizontes, a un entendimiento de las cosas para el que todavía no tenemos nombre, pero que seguramente será de izquierdas. Repito que el argumento no es expreso y que estoy interpretando a Estefanía. Y acaso equivocándome en la interpretación. Sea o no de Estefanía, el argumento es desmesurado. En primer lugar, el socialismo no ha sido vencido. Basta ver el porcentaje de renta que controla el Estado para comprobarlo. En segundo lugar, el prestigio de las fórmulas liberales -menos impuestos, menos Estado- no obedece a la Weltanschauung, a la visión coherente y cerrada del mundo, que la izquierda teme y

a la vez desea -desea, por cuanto tendría entonces localizado a su enemigo ideológico-. Deriva, más bien, de las carencias del sistema anterior, y durará lo que duren las soluciones alternativas que ahora se está intentando. En tercer lugar, es importante que el Estado sea repensado por quienes lo reivindican de una u otra manera. Y no hablo de tamaño. Es notorio que si el Estado tuviera que ejecutar sus obligaciones en materia de pensiones, aquí y ahora mismo, quebraría. Por supuesto, los Estados no quiebran. Son jurídicamente inmunes a los procesos de quiebra, y además poseen recursos extraordinarios -impuestos, inflación, etcétera- que los mantienen en pie allí donde habría que echar el cierre a las empresas privadas. Y es bueno que así sea. Pedir que el Estado esté sujeto a las vicisitudes de los particulares es una tontería. Aun con todo, el pasivo en que ha incurrido el Estado no es una anécdota. Revela que el proceso político, la compra del voto a través del Presupuesto, las buenas intenciones y, aunque semeje paradójico, el propio sentido del Estado, que es distinto al de la empresa, han entrado en una simbiosis rara cuyos costes dejan tamañitos a los provocados por los ejecutivos marrajos. El corolario es que la clase política tiene una tarea tan urgente como la de luchar contra la contabilidad creativa de quienes, al sumar dos y dos, sacan siete. Que es la de aprender, ella también, a hacer las cuentas.

Una de las cosas interesantes a que podría dedicarse la izquierda en su acepción clásica es a cambiar los hábitos y técnicas de los responsables públicos. Si la experiencia saliera redonda, serían pocos los que condenasen un protagonismo acrecido del Estado. Seguiría habiendo, de suyo va, capitalismo. Como ahora sigue habiendo socialismo. Después, Dios dirá.

Álvaro Delgado-Gal es escritor.

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