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Formentera, la isla secreta de Baleares

Un universo mediterráneo en estado puro a media hora de Ibiza

Si cualquier destino interesante al que se puede viajar contiene un mundo más o menos completo, Formentera merece el título de universo. La isla, de apenas 82 kilómetros cuadrados, parece no agotarse nunca. Quienes desembarcaron en Sa Savina por primera vez hace 30 años, cuando todavía podían verse hippies de verdad, siguen descubriendo hoy rincones nuevos. Porque Formentera, igual que una sugerente pintura abstracta, requiere muchas miradas. Recorrida por horizontales paisajes apenas esbozados, por líneas misteriosas que se pierden en un fondo azul verdoso y repentinas moles agrestes debidas a pinceladas enérgicas, la isla escapa a toda descripción convencional. Es pequeña e infinita.

Desde el barco que ha zarpado de Ibiza, Formentera se extiende como una serpiente dormida cuyos ojos fuesen las cuevas de los acantilados de la Mola. Al desembarcar en Sa Savina se percibe algo extraño. Una quietud especial, a pesar del ajetreo. El aire es denso, la luz excesiva. Un gran silencio filtra los sonidos del puerto. Muy cerca, en las orillas espumosas del Estany Pudent -laguna de la que en otro tiempo emanaba pestilencia-, el viajero empieza a comprender lo que el poeta ibicenco Villangómez quería decir al dedicar a Formentera estas dos palabras: 'Habitada solitud'.

Cuando las escribió, la isla no era lo que es hoy. Da lo mismo. Los paisajes míticos, como advierte Carlos Garrido en su estimulante Formentera mágica, no cambian nunca. Esta tierra soñolienta ha sufrido las convulsiones más radicales de las islas Baleares. Formentera pasó del siglo XVIII al XX en tan sólo dos décadas. Por aquí han pasado corsarios berberiscos, vikingos, la fantasía de Julio Verne, la catarsis hippy, Bob Dylan, el desarrollismo caótico, oleadas de turistas, miles de yates, coches y motos de alquiler, los italianos y películas como Lucía y el sexo. Pero todo eso sólo ha afectado a la isla superficialmente. Si el aislamiento secular y la erosión de los elementos no la han vencido, nada podrá hacerlo ya. Formentera y su gente 'forta i sòbria', según Villangómez, se enfrentan ahora a las vacas gordas del turismo con el talante escéptico que les caracteriza.

Lagartijas

Ciertos movimientos furtivos entre las matas y las piedras llaman enseguida la atención del viajero. Se trata de inofensivas lagartijas de color verde esmeralda. Están por doquier. Austeras, frágiles, preciosas, las lagartijas materializan el paradigma de Formentera. Nacieron con ella y siguen ahí, en las dunas o atravesando con temeridad la carretera que une la Savina con El Pilar. Su curiosidad es insaciable. Y es exactamente esto lo que la isla despierta a las pocas horas de desembarcar: una creciente curiosidad. Admiración tranquila. No se deben tener prisas en Formentera. ¿Para qué correr si todo está tan cerca y el tiempo a medias detenido?

La bicicleta sigue siendo el vehículo más adecuado. Salvo las cuestas de la Mola, que requerirán un esfuerzo suplementario, sobre todo en los meses de julio y agosto, con ella se puede llegar a todas partes. Las familias, para las cuales Formentera parece hecha a medida de unas vacaciones a la antigua, harán bien en agenciarse un coche. Según de donde sople el viento, convendrá desplazarse a las playas del norte o del sur. Todas las playas son perfectas en esta isla de dos corrientes que intercambian sus olas en el breve istmo que separa Formentera de Espalmador. Playas que tienen aguas de transparencia inigualable y la arena más pura: fina y clara como la de la larga playa de Mitjorn, en la costa sur; mezclada de restos de conchas en las playas de Illetes y Es Pujols, en la punta norte, o de tonos subidos como la de Cala Saona, debido a la tierra rojiza que rodea ese enclave de la costa oeste, cuya culminación se encuentra, hacia el mediodía, en el impresionante paraje del cabo de Barbaria, desde donde los días claros se divisa Argelia.

Si uno prefiere el verde brillante de las calas, también hay para escoger. El litoral que va de Es Carnatge a Es Caló ofrece multitud de trampolines rocosos sobre fondos marinos que invitan al buceo y a escudriñar esqueletos de antiguos pecios. Formentera, hasta que se erigieron los faros de ambos cabos, fue costa de fatales naufragios. Y en épocas de hambre y abandono, el desastre de los barcos era casi la única fuente de supervivencia de los isleños.

Formentera crea peculiares estados de ánimo. El viajero siente como si la estuviese descubriendo, tan nueva y provisional parece esta tierra. Ya Piferrer y Quadrado observaron en 1888 que 'a pesar de su antigua e intermitente historia no ofrece más huellas de lo pasado que si ayer hubiese nacido'. Lo mismo sucede con la modernidad. Los hoteles dispersos en núcleos de Mitjorn y Cala Saona, así como la relativa animación turística de Es Pujols, no llegan a cobrar identidad suficiente como para borrar esta impresión.

Desde el mirador de la Mola o, mejor, desde uno de los recodos del imprescindible paseo por el Camí de Sa Pujada, la isla parece la piel de un pez martillo anclada sobre el azul del mar. Con el arbolado de la montaña guardando las espaldas, Formentera se abarca en su totalidad. A lo lejos se ve Espalmador como una prolongación de la misma playa, la isla dels Penjats (Ahorcados), más allá los Freos -peligrosas puertas del canal que une las dos pitiusas-, y al fondo las costas de Ibiza, tan lejanas y tan próximas, con la avanzadilla del Vedrà, que semeja desde la Mola una catedral de cera derretida.

Memoria

Pero ese estado de ánimo lo produce también la memoria latente de la isla, que no deja de percibirse mientras uno recorre caminos, arenales o estanques petrificados de sal. Una memoria que va desde el misterio de sus supuestos nombres antiguos -Ophiussa, Columbraria- hasta la maldición que provocó su despoblamiento en los siglos XVI y XVII, pasando por la dureza de la vida en su suelo. Llamada un tiempo la isla de las mujeres, pues los hombres se veían obligados a enrolarse en mercantes para ganar el pan, no mucho antes de que aparecieran los primeros hippies los formenterenses vivían privaciones insólitas. Faltaba el agua potable, asistencia médica, comunicaciones seguras con el resto del mundo. Se cazaban pardelas a mordiscos arriesgando la vida en los acantilados. Como si habitaran en un barco en medio del océano, el pescado seco resultaba el manjar más socorrido.

Formentera despierta otro estado de ánimo: la adicción. Casi todos vuelven y cuando ya han venido algunas veces, sienten nostalgia de ella. Que se lo pregunten a las familias italianas que regresan cada año a Maryland o a otros lugares de vacaciones, hasta el punto de que Formentera parece más cerca de la costa toscana que del Levante peninsular. Los privilegiados que se han establecido en la isla apenas soportan la distancia. El alemán Shoppi tiene su variopinto taller de escultura en la entrada de Sant Francesc; llegó en los años setenta para una breve estancia. Uno de los históricos, el americano Dicky, vio marchar a sus compañeros a Katmandú y sigue en Cala Saona también dedicado a la escultura. Igual que el anónimo artista que desde hace años construye poco a poco en las rocas de Trocadors un poblado de piratas con los desechos que arroja el mar. Los nativos son igual de adictos. Nacida en la isla en una familia de armadores, María asegura que la vida en la pitiusa menor siempre ha sido y será difícil. Ella mantiene la única naviera de Formentera, dos barcos que la conectan con Ibiza y que se cruzan con los más rápidos de la competencia. Los inviernos son duros y solitarios, pero María no podría vivir en ningún otro lugar.

Refugio fortificado

La isla tiene su capital, aunque no lo parezca. Sant Francesc se reduce a varias acogedoras calles animadas con tenderetes y una inesperada plaza en la que se eleva la iglesia de 1726, de muros altos y lisos, pues era utilizada como refugio fortificado contra las invasiones berberiscas. Algunos kilómetros adelante está Sant Ferran de Ses Roques, núcleo urbano deslavazado que conserva un bastión de los buenos tiempos, la fonda Pepe, donde todos los trotamundos se encontraban en los años sesenta. Es un buen lugar para resguardarse del sol de la tarde e incluso para cenar en torno a personajes detenidos en el pasado. La tercera población de la isla se encuentra en los altos de la Mola, El Pilar. Vale la pena subir a ese otro hemisferio de Formentera y pasear por su elevada quietud. Partiendo por la mitad una de sus casas, el meridiano de Dunkerque deja un trazo geodésico entre dos habitaciones. Hay una interesante historia detrás de los cálculos que el físico francés Arigo realizó en la finca de Sa Talaiassa a principios del siglo XIX. ¿Quién iba a entender entonces que un extranjero pretendiese medir algo inexistente?

Las líneas imaginarias contrastan con la exuberante realidad de las enormes higueras de Formentera, que mantienen sus débiles ramas al aire gracias a cientos de muletas. Sus copas y las generosas sombras que proyectan constituyen el contrapunto de las muchas cuevas que horadan el suelo de la isla. La Cova de Sa Mà Peluda, en la subida por el camino romano, y la Cova Foradada, en el cabo de Barberia, son lugares que no deben dejar de visitarse. Como también el círculo prehistórico de Ca Na Costa, Stonehenge de bolsillo que los nativos siempre han llamado el reloj. Y el Camí des Monastir, donde habitaron los monjes agustinos, que tenían su puerto abajo, en Es Caló, lugar desde el que se puede contemplar un crepúsculo inolvidable ante un plato de pescado.

Todas las curiosidades mencionadas son una simple iniciación al secreto universo mediterráneo que es esta isla. Todavía queda mucho por ver y buenas aguas en las que bañarse en Formentera: la bahía del Alga, en Espalmador; la Cova del Fum, donde el normando Sigurd asfixió a los moros; los rostros esculpidos por el viento y la sal en Punta Gavina; las profundidades de Sa Cala... Pero un día el viajero volverá. Seguro.

La carretera que lleva al faro del cabo de Barbaria, al suroeste de la isla de Formentera, fue una de las localizaciones donde se rodaron escenas de la película 'Lucía y el sexo', del director Julio Medem.
La carretera que lleva al faro del cabo de Barbaria, al suroeste de la isla de Formentera, fue una de las localizaciones donde se rodaron escenas de la película 'Lucía y el sexo', del director Julio Medem.CARLES RIBAS

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