Voltaire-en-félicité
Imaginad un Voltaire feliz. Porque si bien es cierto que Voltaire casi siempre se nos muestra exultante y fantásticamente vivo, en su sonrisa sardónica a menudo hay un desengaño, y en sus piruetas, quiebros y requiebros hay algo así como la añoranza infinita del trapecista de circo. Voltaire casi siempre hace reír, pero su vida fue triste, inestable y difícil. Eternamente exiliado, Voltaire fue el gran solitario de Europa.
Si Voltaire fue feliz en algún momento fue durante su estancia en el castillo de Cirey-en-Champagne. Situado cerca de la frontera con la Lorena, el castillo de Cirey es uno de los más coquetos de Francia. Su belleza radica en ese constante equilibrio entre el lujo y la sobriedad, que se manifiesta en un edificio austero, pero fantásticamente bello, enclavado entre frondosos bosques de píceas y abedules, y con prados poblados de tilos monumentales, por donde corre el riachuelo de La Marne, repleto de nenúfares y libélulas.
Voltaire, tras la publicación de sus Cartas filosóficas -donde ridiculizaba por igual a los ministros y filósofos de Francia-, se refugió junto con su amante Mme du Châtelet en aquellas tierras ásperas y salvajes. La marquesa du Châtelet era una excepcional matemática, y desde aquel remoto lugar se propusieron nada más ni nada menos que 'convertir a los franceses al newtonianismo'. Construyeron un laboratorio de física, crearon una de las bibliotecas científicas más completas del momento, transformaron un granero en un teatro, y desde aquel remoto e inaccesible paraje, inundaron París de escritos y panfletos. Voltaire alternaba el estudio de las obras de Corneille con las de Newton y Locke, así como con algunos versos de queja hacia su esquiva amante, quizá más interesada en los experimentos de física que en el propio poeta: 'Reconozco que es una tirana/ Pues para cortejarla mejor/ Hay que hablar de matemática/ Cuando quisiera hacerlo de amor'.
Esa felicidad aún se percibe cuando se visita el castillo de Cirey. Hay algo en el ambiente de jocunda expansión por la vida. No sólo porque Voltaire lo llamase Cirey-en-félicité, sino porque cada rincón de aquella casa ha sido cuidado hasta el último detalle, como una pareja de novios que durante sus paseos vespertinos proyectan entre mimos y caricias su primera vivienda. Esta alegría por la vida no se encuentra en el otro castillo volteriano, el de Ferney, junto a Ginebra, donde Voltaire se refugió durante más de cuarenta años. Actualmente es el centro de estudios volterianos, y sus vistas sobre los Alpes son verdaderamente excepcionales. La casa de Ferney conserva gran parte del mobiliario, así como el tilo bajo el cual el filósofo escribió Candide ou l'optimisme. Pero el marco de Cirey es el de un Voltaire joven, apuesto y seguro de sí mismo (el que pintó Latour, con las Cartas filosóficas en la mano), mientras que el de Ferney es el del filósofo desengañado, que cultiva su huerto (su 'jardin potager'), y que hace muecas, aquellas muecas que plasmó magistralmente el dibujante Jean Huber.
La ruta volteriana de Cirey a Ferney está llena de atractivos. Como la preciosa localidad de Annecy, donde Rousseau conoció a Mme de Warens. Si visitáis Cirey, pasead sin prisas por los prados, con el castillo soleado al fondo. En Ferney, fijaos en la leyenda de la ermita que hizo reconstruir Voltaire: Erixit Deo Voltaire. El nombre del filósofo es tres veces mayor que el de Dios.
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