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Columna
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Playas año 3000

La humanidad, año 3000, había aceptado definitivamente la no existencia de Dios. Apenas quedaban unos reductos a los que se permitía, bajo tratamiento psiquiátrico, practicar de vez en cuando un rudimentario culto a una idea sentimental: Dios les había abandonado. También furtivamente releían a Spinoza, consolándose en que el Ser Supremo era tan absolutamente infinito que, ni queriendo, podría dejar de existir. Tal vez sólo roncaba en su remota galaxia.

Así que hubo que organizarlo todo con arreglo a nuevas bases. Descartada la razón, por insolente, y la ética, por delicuescente, el mundo acordó sistematizar la vida sobre dos únicos parámetros: la ecología y la estética. La primera, por puro instinto de conservación, aunque hubo que ahorcar en público a varios magnates del petróleo, sustancia que se reveló por fin inútil, habiendo tanto sol. En cuanto a la estética, ofrecía la ventaja de no atenerse a farragosos principios. El mínimo común de belleza quedó fijado en juventud, elasticidad, sonrisa. Todo lo demás no es que fuera prohibido, pero se consideraba de mal gusto.

Los lugares medios, aquellos que quedaban al sol la mayor parte del año, fueron convertidos en reservas de bienestar. Sus playas, protegidas hasta extremos minuciosos, como fue limpiar muy bien por dentro las caracolas, para que se oyera con toda nitidez la incertidumbre que hay del otro lado y a nadie le diera por rellenar el misterio con patrañas.

Así fue, por ejemplo, en Surlandia (antiguamente conocida como Andalucía). Toda su frontera al mar fue edificada de gigantescos bloques de apartamentos, tras una etapa de vacilaciones en que los últimos munícipes honrados fueron apareciendo muertos en extrañas circunstancias, hoy uno, mañana otro. El interior de aquella atormentada región había sido evacuado poco a poco y sus pobladores desplazados al litoral, sin excepciones. A los tenaces y díscolos jornaleros les fue extirpado el gen de labrantía. Los viejos, destinados a limpiar cocinas por las noches. De día, clavados ante la televisión basura, a lloriquear en secreto los infinitos enredos de un antiguo y pringoso amor. Los adultos, camareros sonrientes. Los jóvenes, amadores numerados para atender a ebúrneas valkirias e insaciables vikingos. La única tarea encomendada a los felices veraneantes que bajaban del Norte era recoger en las playas los fardos de droga que iban llegando, mansamente, al atardecer. Era la hora en que los oscuros habitantes del desierto los soltaban desde sus febles embarcaciones, pero en la raya del horizonte. Allí, implacables cañoneras les obligaban a retroceder, tras soltar su precioso cargamento y recibir a cambio un mísero estipendio desde las altas proas.

Todo hubiera seguido felizmente así. Pero un día los elásticos, sonrientes vigilantes de la playa dieron cuenta a la Superioridad de un extraño comportamiento que empezaba a extenderse entre los veraneantes. Una cierta tendencia a formar grupos circulares en torno a algunos de ellos, que, como más decididos, rompían las caracolas, entrechocándolas furiosamente unas con otras. Luego alzaban sus brazos en dirección al Sol y canturreaban frases rítmicas, incomprensibles. Los demás empezaban a repetirlas. Algunos hasta se arrodillaban.

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