La ciudad diversa
Ahora, cuando Madrid se vacía de prisas y de funcionarios, y sólo deambulan por la ciudad los que la miran, es un placer perderse por ella, entre sofocos de calor, para reconocerla en su diversidad. No sé si el Madrid invernal de los años cincuenta salía más en el No-Do que el de verano, pero yo tengo esa impresión: lo recuerdo en el cine de mi infancia de la periferia canaria como un Madrid nevado, lleno de gente con abrigos y guantes, un Madrid en blanco y negro en el que, por gris que fuera todo, bullía la vida. El veraneo era en aquellos tiempos privilegio de ricos y con el traslado de la capital a donde Franco se hallara, Madrid no se quedaba sin gente, pero sí sin focos. La pobreza de la época subrayaba su aire provinciano, pero el régimen gustaba además de una estética aldeana y negativamente folclórica que asumía con complacencia en su propia cutrez y mediocridad. Nada que ver con un pasado más lejano y atractivo, en el que lo local poseía una pátina de fresco universal que, incluso contando con la miseria de su realidad social, nos mostraba una urbe más cosmopolita de acuerdo con su tiempo; un Madrid, modesto y acogedor, que sobrevive ahora a su avasalladora expansión y a su desarrollo de ciudad moderna.
En este tiempo de bonanza en el que la capital se ha modernizado por dentro y por fuera, con todas las limitaciones e inconvenientes que se quieran, todavía hay vestigios preocupantes de aquella estética de la dictadura. Pero en la amalgama del Madrid nuevo con el viejo, en ese su desorden que David Trueba señalaba el domingo pasado en este periódico, es donde uno se hace con el verdadero perfil de la ciudad que el sosiego del verano permite contemplar más detenidamente. Y a propósito de esto, recuerdo que estaba en Londres en los días de la Conferencia de Paz que tuvo lugar en Madrid, y que la imagen de la ciudad que la televisión proyectaba fuera, con los escenarios del Palacio Real y su entorno, siendo en realidad la que era, parecía otra en su fragmentación. Mis amigos británicos que no la conocían se interesaban por su monumentalidad. No hice grandes esfuerzos por poner en su sitio aquella realidad virtual, pero pensé en el verdadero atractivo de Madrid: que no es sólo ése, el que mis amigos veían en el hermoso y limitado entorno del palacio, sino la variedad de paisaje humano y arquitectónico que la ciudad ofrece. Transitas por algunas de sus más céntricas arterias, con los más modernos reclamos comerciales en los escaparates, en medio de la bulla de la circulación y entre las criaturas más arrebatadas por la moda, se te ocurre de pronto entrar en una de esas calles que desembocan en la más principal, y ya has cambiado de ciudad: te encuentras de improviso con esos espacios en los que sobreviven viejas mercerías, antiguas tiendas de ultramarinos, librerías de viejo, bares pintorescos, boticas antiguas y algún sex shop al lado de unos anacrónicos almacenes de devocionarios y santerías. Cambia el olor y la música de la ciudad y hasta en la proximidad de los habitáculos de la decencia tradicional con la bendita indecencia transgresora, está Madrid con su desorden. Un Madrid, más doméstico y cercano, que los madrileños de este tiempo han rescatado por su cuenta, y que quizá responda al gusto de la modernidad por integrar en ella la tradición y no por someternos nostálgicamente a un pasado. No sé si luchando porque la globalización pase por integrar lo distinto, y no por igualarnos en esa arquitectura y ese urbanismo que en las periferias de las ciudades hace que te dé lo mismo estar en Roma que en Moratalaz, pero sin ignorar al mismo tiempo la más nueva iconografía de una urbe que, a pesar de su crecimiento caótico, hay que reconocer también en los logros de su mejor arquitectura contemporánea.
A esta forma de reconocer Madrid creo que contribuyó de algún modo un estado de entusiasmo colectivo que se llamó la movida, y que no fue sólo la fiesta perpetua con sexo, droga y rock, como la recuerda la derecha rancia, sino también una forma de vivir Madrid en su esencia, tan ajena al invento de identidades como al casticismo aldeano y ramplón de caballero de la capa que se nos ha intentado imponer después. Si el madrileño huyó del centro, y ahora lo ha recuperado por propia iniciativa, es de esperar que, entre tanta palabrería electoral, conozcamos qué pacto le proponen los políticos para que esta ciudad diversa se mantenga. O sea: para que acabe siendo, en su pluralidad, la ciudad habitable del siglo XXI.
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