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Columna
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Un autobús que ardía

Un amigo me propuso ilustrar mi primer libro. Bajamos a las Siete Calles, a hablar sobre el proyecto en algún café. Recuerdo que aquél día había lío. Cuando llegábamos al Casco Viejo, al atardecer, nos encontramos con un autobús cruzado enfrente del Teatro Arriaga. Cuando salimos del Casco, después de tomar algo y de hablar un rato sobre las ilustraciones del libro, el autobús que habíamos visto antes, cruzado en la carretera, se consumía en llamas como una hoguera de San Juan. Así de fácil.

Menudencias aparte, se nos había ocurrido una brillante idea: en lugar de retratar nuestras caras para la solapa del libro, podíamos retratar nuestros culos en un fotomatón, como una pequeña muestra de cariño hacia nuestros lectores. Nos acercamos a la plaza Circular, donde había uno de esos artefactos urbanos, cabina que aún sigue ahí. Y, ni cortos ni perezosos, nos bajamos los pantalones. La verdad es que la historia era graciosa y nos estábamos partiendo de risa mientras buscábamos unas monedas, cuando yo sentí una garra que me atenazaba por el hombro y me sacaba del fotomatón.

Inmediatamente me encontré ante un policía municipal, de uniforme, que me pidió la documentación. La situación era tensa: yo con los pantalones bajados, las pelotas al aire, delante de un policía municipal que me estaba pidiendo el carné. Creo que enrojecí bastante. Quizás me impresionó su aspecto, o tal vez me entraba frío. Mi amigo había tenido tiempo de subirse los pantalones y se había quedado metido en el fotomatón, lugar de donde no tenía ninguna intención de salir. Podía oír sus vanos intentos de reprimir las carcajadas a mis espaldas mientras yo daba la cara. Me subí los pantalones para buscar mi carné de identidad, pero, cosas del destino, se me cayeron de nuevo hasta los tobillos.

El agente me miraba con sorna. La verdad es que me avergüenza reconocerlo, pero lo primero que le dije fue: 'No somos maricones', creyendo que el tío pensaba que estábamos sodomizándonos -con perdón por el eufemismo- en el fotomatón. A mi amigo le entró cada vez más la risa, lo cual era, por otra parte, totalmente lógico, si es que aquella situación tenía algún tipo de lógica. Entre tanto, yo reflexionaba que no había nada de malo en la homosexualidad, ni en hacerse una fotografía del culo en el fotomatón, y que lo que debería estar haciendo la policía sería perseguir a delincuentes, o algo por el estilo. 'Documentación', repitió el agente. La Policía Municipal de Bilbao, por lo visto, no solamente estaba para velar por el orden, sino también por las buenas costumbres.

'¿Qué estaban haciendo ustedes ahí dentro', me preguntó el policía mientras le extendía mi carné. Entonces yo tomé la palabra: 'Lo puedo explicar. Voy a publicar un libro, y este amigo -señalé hacia atrás- lo va a ilustrar. Habíamos pensado que en lugar de una foto de nuestras caras, para la solapa, podríamos hacernos una foto de nuestros culos. Nada más'. El agente le pasó a su compañero nuestros carnés para que los examinase detenidamente. '¿Y ustedes creen que está bien montar un escándalo en la vía pública?', nos espetó.

Lo cierto es que no me puedo acordar de lo que le contesté. A aquella hora pasaba poca gente por la calle. Era difícil que alguien nos hubiera visto. Una de dos: o aquellos policías estaban realmente mosqueados, o se aburrían cantidad, o ambas cosas a la vez. Yo sujetaba mi pantalón con una mano mientras con la otra gesticulaba con el agente. Nuestras identidades resultaron ser legales.

La cosa no duró mucho. Nos devolvieron los carnés, me até el cinturón, y nos dejaron marchar. Entre risas un poco nerviosas enfilamos la Gran Vía. Del Arenal salía una negra columna de humo, de aquel autobús que ardía en el crepúsculo, pero nuestros culos habían sido amonestados y censurados. En cierto modo, la ciudadanía quedaba a salvo.

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