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Columna
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Suciedad anónima

El ser humano es originalmente cochambroso, sórdido y contaminador. El hábito del aseo, muy somero no suele trascender del entorno y cabría definirlo como una superficial preocupación por lo más inmediato. La leona, ya puede lamer y lengüetear a sus crías hasta dejarlas pasablemente lustrosas, que solo es un gesto de compromiso. El gato doméstico, tenido por cuidadoso, como el perro, por fiel que sea, se desentiende de sus excedentes corporales, aunque tenga cerca la caja de serrín.

Hemos mejorado ostensiblemente, incluso los españoles figuramos en lugar puntero, referidos a la higiene corporal. Aunque en las primeras horas del día, a bordo de los transportes públicos, sean detectados efluvios ingratos, en general, la ducha y los desodorantes van ganando la batalla. Esto es algo relativamente próximo. En la posguerra civil escaseaban el jabón y el agua, restringida durante las pertinaces sequías y corría por Madrid un jocoso, patético y descorazonador comentario: 'Fulano es tan guarro que tienen entre los dedos de las manos lo que todos tenemos entre los dedos de los pies', caricatura de aquellas carencias que nos afligían. Y el chiste sobre una mocita de cierta raza: 'Tan desaseada que se puso un clavel en el pelo y le prendió'. Hoy es inimaginable. Emporcar las cercanías es un impulso nato contra el que luchan las autoridades civico-municipales. Cuando los gamberros embadurnan las fachadas, arañan cuantos cristales tienen a mano y tumban las papeleras, no marcan, como los cánidos, un territorio propio, sino satisfacen el impulso de mancillar lo ajeno y una honda y oscura animadversión por la pulcritud y la mundicia, no achacable a cuestiones sociológicas sino a la simple y detestable condición humana. La convivencia y el respeto son también condiciones recientes. Escalofría pensar en el género de vida que llevaron nuestros antepasados, en la ciudad que nos acoge. El alcantarillado cuenta con poco más de un siglo y las aceras no eran conocidas por nuestros abuelos, los tatarabuelos de ustedes; el baño fue un lujo entre las clases privilegiadas, algo que muchos adultos tomaban solo el día de la boda. No vamos a recrearnos en la coexistencia con las chinches -que sí padecimos en la niñez- aunque ahora procuremos ignorar que hay más ratas en el subsuelo que habitantes, turistas y sin papeles por las calles. No es este un artículo sobre la mugre, nada más alejado de mi propósito. Al contrario, quiero resaltar una evidencia que triunfa, de momento, sobre la arraigada inclinación hacia la ascosidad genérica: la pulcritud, la belleza, impacta e influye en la ciudadanía. Para buscar o despedir a familiares o amigos voy al aeropuerto y vuelvo, en metro. Dispongo de tiempo y de un bono de la Tercera Edad. Es un servicio público francamente bueno, que mejora en el trayecto desde Nuevos Ministerios. Amplias, relucientes, modernas y suntuosas estaciones. Atractivos, cómodos y frecuentes trenes, un conjunto impoluto, hermoso. Los pasajeros son parecidos a quienes viven en la superficie: viejos, jóvenes, jubilados, inmigrantes, oficinistas, estudiantes, empleados de ambos sexos... Y todos mantienen una actitud reverencial en ese lugar.

Tuve, hace años, una experiencia semejante en Caracas, donde fui huésped, durante unas semanas, de una querida y generosa amiga. La capital venezolana es bastante sucia y descuidada. Los amenazadores ranchos bajo la Cota Mil desbocan sobre la ciudad a sus infortunados habitantes que pululan entre las polvorientas calles. Pero, unos escalones más abajo se llega a un sorprendente, irreal y esplendoroso mundo: el metro, inaugurado poco antes. No se trataba del medio de comunicación de los millonarios, entonces había muchos, que vivían en inviolables mansiones, entre altísimos muros y avizores guardaespaldas. El pueblo raso, mal vestido, malicioso y desnutrido se comportaba allí como si estuviera en una catedral o en un museo. Les habían dicho que el Metro era suyo -una frase de publicidad política-y se lo habían creído, cuidándolo como una preciosa posesión.

Creo que las cosas bellas, pulidas, estéticas y útiles modifican la condición destructora que nos acompaña. Hoy por hoy, el metro que lleva a Barajas constituye un prodigio que une la lograda hermosura con algo más: es puntual, rápido y asiduo. Entre el farolillo que se adentra en el túnel y el convoy siguiente apenas pasan dos minutos. Si hay una tendencia general anónima hacia la suciedad, también se respeta la obra bien hecha. Diría, incluso, que intimida. A ver cuánto dura.

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