Un polémico montaje del clásico 'Giselle'
Actuaciones del Ballet de la Scala de Milán en San Sebastián
El Ballet del Teatro alla Scala de Milán se presentó anteayer y anoche dentro de la Quincena Musical de San Sebastián con un discutido y polémico montaje del clásico romántico Giselle, en una versión muy libre de la bailarina francesa Sylvie Guillem que trae la acción hasta un impreciso siglo XIX meridional y que los próximos lunes y martes se presentará en el Festival de Peralada (Girona).
La compañía milanesa, que durante años ha ido acumulando fama de burocratizada y estancada, ha mejorado muchísimo en lo técnico desde que está al frente de ella el francés Frederic Olivieri, lo que parecía antes imposible; hay elementos jóvenes dotados y se nota cierto deseo de bailar. La obra no acompaña a tales entusiasmos. Los primeros en encargarle este trabajo a Guillem fueron los de la Ópera de Hensilski. La Scala lo retomó más tarde y lo llevó a su gira a Nueva York el año pasado, donde tuvo un gran éxito de público y las peores críticas que se recuerdan en años. El caso es que esta Giselle, en lo estrictamente balletístico, es un despropósito ideado por alguien que evidentemente no ama a los clásicos y ha encontrado la hora de su venganza.
Guillem fue una buena bailarina que ha influido demasiado en el biotipo de la bailarina posmoderna, una estrella que cultiva su extravagante divismo pero que carece de luces e inspiración, por no hablar de rigor, a la hora de remontar un ballet clásico. Una cosa es bailar y otra crear danza. A la orquestación, que incluye aleatoriamente fragmentos de Buermüler y Paulli a destajo, también hay que echarle de comer en plato aparte.
Con una escenografía compleja firmada por Paul Brown donde las piedras vuelan y que roba medio escenario (algo absurdo tratándose de la danza), un vestuario que recuerda las tiendas de trajes nupciales de provincia y una dramaturgia confusa y absurda, los bailarines se esfuerzan por sacar adelante una cosa que no funciona ni en lo estético ni en lo bailable.
Sabrina Brazzo estuvo correcta en Giselle mientras los retales coréuticos originales se lo permitieron, y Massimo Murro desplegó virtuosismo en su Albrecht; Beatrice Carbone en el papel de Mirtha, reina de las willis, se mostró enérgica. Todos hacían lo que podían mientras vagaban por la escena personajes 'nuevos' como el Idiota, el Borracho y la Beata, que nada tienen que ver con esta obra.
Trasladar los bailes campestres a un interior, exactamente un lagar, es insostenible. Guillem ha eludido las zonas más comprometidas (variación del primer acto, pas de deux del segundo) sustituyendo la tradición por su peregrina idea del ballet. El resultado es un pastiche ecléctico. Otra cosa es cuando un creador solvente como Mats Ek coge Giselle y crea su nueva lectura. Lo de la francesa se queda en un quiero y no puedo que sólo justifica su éxito popular por ese aire melodramático a ultranza que ronda la acción y por lo que su nombre arrastra en las taquillas.
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