Ratones
Las bodegas, igual que las iglesias, tienen una penumbra silenciosa que sirve para poner al tiempo de rodillas. El tiempo se arrodilla en pocos sitios, y casi siempre hay que darle un argumento religioso, algo que tenga que ver con la muerte, como los paraísos, los sacrificios y las fronteras. Las iglesias no son más que la gran aduana, la gran cabina de los pasaportes y las maletas interiores. El tiempo se arrodilla en las iglesias porque allí nos abren el equipaje y descubren un pijama de seda, ropa interior sucia y un sueño carcomido por la muerte. Ocurre lo contrario con las bodegas y las bibliotecas, que ponen al tiempo de rodillas para que vivamos de pie, para que vayamos de un sitio a otro, confundiendo la realidad y los sueños, pero sin salirnos de la vida. No hace falta tratar con los ángeles, con los diablos o con las vírgenes de agosto para evitar el aburrimiento. La vida contiene los secretos de cualquier espectáculo sobrenatural, flota en los calendarios como las maderas en el agua y nos regala el espejismo de las islas más imprevistas. En las bodegas González Byass de Jerez el tiempo se arrodilla con una penumbra elegante, más cerca de la civilización que del señoritismo, de la experiencia de la vida que del orgullo de la muerte. Merece la pena recorrer sus calles de silencio y de madera para buscar en las botas las firmas de los visitantes ilustres, un variado santoral del vino. Cada devoto, entre reyes, políticos y famosos, puede encontrar su altar. Yo apuré mi emoción ante las firmas de Leopoldo Alas y de Fernando de los Ríos, que bebieron en la vida un cielo terrestre, un oloroso seco de sueños posibles. Y, además, están los ratones, esa metáfora de nosotros mismos, habitantes de cualquier fábula histórica. Cuando les ponen en el suelo una copa de vino y una pequeña escalera, los ratones de González Byass salen de la oscuridad, olvidan las uñas de los gatos y brindan en grupo por la paz de los vivos. Disfrutan la paz de las viñas, mucho más matizada que la paz eterna de las calaveras.
El tiempo también se arrodilla en los zoológicos, pero está demasiado incómodo en la jaula de su lentitud. Tiene plumas de loro sin barcos, ojos de hipopótamo sin río, uñas de tigre sin trabajo, rayas de cebra sin distancias, trenecitos de turistas sin televisor. El zoológico de Jerez es respetuoso y pulcro, respira con decencia de capital provinciana, pero vive condenado a sentir, como cualquier zoológico, los pasos de su tiempo oxidado. Hay una serpiente encerrada en un mundo de cristal, y vigila el reino de su vacío sobre un pequeño árbol inventado, sin preocuparse mucho por buscar a Adán y Eva para discutir otra vez las posibilidades del universo. Algunos ratones muertos, con la piel húmeda y el rabo todavía conmovido por un antiguo temblor, muerden el queso de la eternidad a los pies de la serpiente. No creo que tengan la culpa de nada, sólo participan de un juego biológico en el que las fronteras y los pasaportes se cargan de importancia. Hay ratones que nacen en las bodegas de González Byass y ratones que vienen al mundo en los laboratorios de un zoológico. Aunque los titulares se llenen de catástrofes, la realidad no se cae a pedazos. Aquí pasa lo de siempre; mueren cuatro romanos y cinco cartagineses.
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