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Columna
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Eres una bestia

En 1999, la editorial Lumen publicó un libro del biólogo Alessandro Boffa titulado Eres una bestia, Viskovitz. Pingüinos, lirones, caracoles, mantis, alces, escarabajos, cerdos, ratones, loros, peces, escorpiones, hormigas, camaleones, perros, tiburones, gusanos, abejas, esponjas marinas, leones y microbios son los extravagantes protagonistas de otros tantos relatos cuya mayor virtud, aparte de un sentido del humor ciertamente hilarante y de una imaginación original y espléndida, reside en la honestidad del autor al retratar la crueldad inocente e intrínseca de la naturaleza y en su compromiso para denunciar, aun de forma sutil, la crueldad culpable, extrínseca a la naturaleza, que los animales no humanos han de sufrir cuando con los animales humanos han topado.

Así, los escarabajos condenados por naturaleza a vivir en la mierda, los lirones condenados a despertar del sueño, los escorpiones condenados al crimen, los camaleones condenados a la confusión; pero, también, los ratones de laboratorio condenados a la vivisección o los perros de Narcóticos condenados a la adicción y al síndrome de abstinencia. De su lectura disfruto en este verano desconcertado por las catástrofes del caos natural o las responsabilidades del cambio climático, cuando veo avanzar a un elefante por las calles de Praga o del Moldava. Camina lenta, pesada, tristemente: ¿hacia dónde? Sin orillas, en ese lago de piedras y de asfalto, se ahoga. Junto con decenas de animales, salió sin rumbo del zoo cuando la ciudad se inundó. Dicen en la tele que, ante la imposibilidad de salvarlo, los checos tuvieron que recurrir a su sacrificio.

Quizá sea cierto que no hubiera otro recurso, quizá fuera inevitable que una ciudad anegada, que ha sufrido un éxodo humano sólo comparable al de la Segunda Guerra Mundial, no encontrara medios para salvar a un elefante, una grúa, un remolque, qué sé yo, de ese caos. Pero el elefante de Praga, que salió con terror kafkiano de su cárcel para perderse y morir, me lleva lenta, pesada, tristemente hasta el zoo de la Casa de Campo de Madrid. Hasta esa cárcel.

En ciertos países evolucionados, los zoos van convirtiéndose poco a poco en instituciones conservacionistas, que es el único sentido moralmente aceptable para su existencia. La mayoría de ellos, sin embargo, siguen siendo lugares destinados únicamente a la exhibición lucrativa de animales, que sufren una vida estrecha, cautiva y humillada, sin otro fin que el del entretenimiento humano de fin de semana. Son lugares engañosos, porque se les supone, sobre todo para los niños, un valor educativo que no es tal: al encontrarse presos y manipulados, los animales presentan un comportamiento atípico, que no se corresponde con su verdad y su salud. En realidad, cuando los niños (cachorros humanos) se maravillan, acodados a las vallas del aquárium, y en su inocencia admiran la supuesta sonrisa que les destina un delfín o se asombran contemplando la magnitud de una orca, están asistiendo al velado sufrimiento de unos animales que, habituados a recorrer distancias que alcanzan los cientos de kilómetros, enloquecen en la cruel prisión de una pequeña piscina y enferman con el cloro y la sal artificial. Educarlos sería contarles esto.

Según Adena/WWF, el zoo de Madrid presenta un buen estado en relación a los estándares internacionales. Pero este indicio quiere decir bien poco, pues en el resto de España estas cárceles disfrazadas, estos manicomios de demencia inducida siguen siendo espacios de maltrato ternurista. Ninguno de ellos, tampoco el de Madrid, desempeña función conservacionista alguna. Todavía puedo recordar la antigua Casa de Fieras del Retiro, aunque no estoy segura de haber llegado a conocerla o si era mi madre quien me hablaba de ella. Acaso lo vi yo misma, quizá siendo muy niña, pues no puedo olvidar la desesperación de aquellos fosos de cemento por los que daba vueltas un oso, la histeria de aquellas jaulas en las que gritaban los monos. Soy incapaz de asegurar si estuve allí, pero no puedo olvidar su olor y una fascinación que me dolía. Siento una pena retroactiva. Ahora es distinto. Con los ojos cerrados, de la trompa del elefante de Praga, avanzo lenta, pesada, tristemente hasta el zoo de la Casa de Campo. Ahora los niños son engañados con todo lujo de detalles. Qué bestias.

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