Ustedes son formidables
Gracias, lectores-as. Gracias por leerme. Gracias por haberme elegido entre tanta columnista suelta. Gracias. Su fidelidad me hace sentirme viva cada mañana, como escritora y como persona. Gracias incluso por las críticas, que, aun siendo dolorosas, me obligan a superarme, a consultar el diccionario, a fijarme más en lo que escribo; si no fuera porque ustedes me sacan tantas fallos, yo, particularmente, es que pasaría. Gracias por esas personas generosas (tres) que, robándole tiempo a su trabajo, quitándose horas de ocio o desatendiendo a sus hijos, se han puesto delante del ordenador para escribirme una simpática carta en la que me afean la conducta por haber escrito una falta de ortografía. Gracias.
La falta era poyete.
Yo escribí 'pollete'. Mal hecho.
Escribí que mi santo se había sentado en el 'pollete' que hay junto al manzano, y ustedes me dicen sarcásticamente que si se trataba de una de esas tradiciones vernáculas consistentes en maltratar a un animal para conmemorar una fiesta religiosa. No; mi santo sería incapaz de sentarse encima de un pollo pequeño (tampoco de uno grande), porque mi santo es incapaz de hacerle daño a nadie. Se sentó, como imaginaron los queridos lectores, en un poyete que construyó el año pasado ese operario que pasa los veranos con nosotros: Evelio.
Una de las lectoras sugería que molaría bastante que Lázaro Carreter hubiera leído esta brutalidad mía y que la utilizara para lanzarme uno de esos dardos suyos en todos los morros, por lista. Muchas gracias también por tan pertinente sugerencia. No sé si don Fernando habrá leído lo del poyete. Puede que don Fernando se haya tomado un descanso y no quiera ni leerme, pero, por si acaso, como no quiero desatender su magnífica propuesta, le he mandado a mi admirado Lázaro una copia del artículo subrayando las dos veces que escribo 'pollete'.
Pero lo que me empuja a escribir este artículo es otra cosa. Quiero depurar responsabilidades: ¿no creen, queridos lectores-as, que, teniendo en mi casa un representante de esa docta casa que nos guía a los hispanohablantes por el camino correcto, debería haber sido él el que, temeroso de que metiera la pata una vez más, me hubiera corregido el artículo antes de que yo lo mandara? Reconstruyamos los hechos, como ya hice con el director de la Academia (a la que mi santo va los jueves), al que llamé a cuenta de lo del poyete.
Yo estaba escribiendo un día más un artículo que trataba de que mi santo se sentaba frente al manzano (en el dichoso poyete) y se ponía a pensar en su minúscula cosecha de tomates. No era un gran tema, desde luego, pero lo estaba haciendo con mi mayor ilusión. No doy más de mí. Acabo el artículo y le grito: 'Cariño, ven a corregirme las faltas de ortografía'. Y va y me responde (desde el poyete): '¿No crees que ha llegado el momento de que empieces a andar sola?'. Me dejó muerta. Le dije: 'Cuando tú quieras algo, ya verás lo que te voy a decir'.
Estaba herida. Hay un programa en el ordenador para las faltas de ortografía, pero tampoco sé utilizarlo. Es que realmente casi no sé hacer nada. Esto es lo que doy de mí intelectualmente (manualmente, cero). Total, que mandé el artículo y empezaron a llegarme cartas al director (¡que podrían mandármelas a mí y que el director no se enterara, porque me hacen ustedes quedar, perdónenme, como el culo!).
Don Víctor, el director, estuvo encantador conmigo: un caballero, de verdad. Me eximió de cualquier responsabilidad: 'Mujer, sabiendo la trayectoria que tienes tú de meteduras de pata y faltas, opino que él tendría que haber estado más atento. No es por darte la razón como a los tontos, pero a una mujer como tú no la dejaría yo escribiendo sola'. Así que le he dado a mi santo las cartas de estos lectores-as para que las conteste él. A mí sólo me queda decirles: '¡Gracias por estar ahí, España!'.
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