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CULTURA Y ESPECTÁCULOS

Buenos Aires suscita fervor en Edimburgo

Concierto memorable en recuerdo del genial músico argentino Astor Piazzolla

Por fin. Ha salido el sol. Éste de Edimburgo empieza siendo un poco tímido, como agridulce, luego se pone bravo y, al final, se recoge en sí mismo. Como la música de Astor Piazzolla -íntima y directa, nostálgica y luminosa- que ha cautivado al Usher Hall en un concierto memorable, de esos que marcan la impronta de un festival, que lo hacen ser diferente de ese modelo al que todos acaban pareciéndose por creer que a todos los públicos les interesan las mismas cosas. La sesión Piazzolla, digámoslo en su honor, pertenecía al programa del Festival Internacional, que ponía así su granito de arena en el reconocimiento definitivo de la música del argentino a la altura del décimo aniversario de su muerte.

Cuando Nadia Boulanger era su maestra en París, en los primeros cincuenta, le recomendó a Piazzolla que se dejara de historias, que no imitara a nadie, que fuera, simplemente, él mismo. De la conciencia del enorme talento del músico argentino partieron las versiones, absolutamente prodigiosas, que de algunas de sus mejores obras se escucharon en Edimburgo. No era raro, pues dos de los miembros del grupo -el guitarrista Horacio Malvicino y el contrabajo Héctor Console- formaron parte de los conjuntos del propio Piazzolla y llevan en la sangre sus ideas. Dmitri Sitkovetski es uno de los grandes violinistas clásicos del presente -y un intérprete siempre un punto frío-, pero su acercamiento a Piazzolla es de una naturalidad pasmosa. Lo mismo hay que decir de la pianista Joanna MacGregor, pero ella es una experta en música contemporánea, ha estrenado cantidad de obras nuevas y su buena disposición se suponía. Se entregó a fondo y no defraudó. El acordeonista James Crabb es simplemente un genio de su instrumento, alguien que lo toca como Zimerman el piano o Mutter el violín, que hace de él no ya una pequeña orquesta, sino la caja de resonancia de todas las sensaciones, de la tristeza, del gozo, del paisaje -siempre urbano, siempre Buenos Aires-, de lo que convierte esta música en algo tan hermoso.

Todo fue excelente, pero hubo momentos muy especiales. Por ejemplo, Milonga del ángel, con el sonido de Crabb llegando de no se sabe dónde. O Buenos Aires hora cero, con ese rasgo tan de Piazzolla que consiste en el uso de las cajas de los instrumentos de cuerda y del piano como percusiones nada improvisadas. La fuerza apareció en Libertango y en Muerte del ángel. La añoranza en Mumuki y en Adiós, Nonino. Console estuvo sensacional en Contrabajísimo, y todos, en el Concierto para quinteto. Los comentarios de James Crabb antes de cada obra sirvieron para poner en ambiente a un público que intuía que aquello iba a ser bueno -se llenó la sala- y que salió, a la vez, sorprendido y entregado. Era -Crabb citó a Borges al principio del concierto para explicar qué es una milonga- el fervor de Buenos Aires. También ahora, con las vacas flacas, muy lejos, pero muy cerca.

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