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VISTO / OÍDO
Columna
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Los locos y los psiquiatras

Oí al doctor Rojas Marcos, jefe de los servicios de sanidad de la ciudad con más psiquiatras del mundo -sólo en Manhattan, 15.000-, decir que el psicoanálisis vale, pero es caro y lento: puede tardar muchos años, cuando una pastilla cura en semanas o meses. Únicamente ignoro si la persona que el psicoanalista devuelve es peor que la que devuelve la química. El doctor sevillano trasplantado es interesante siempre, pero la vida me ha hecho dudar de los optimistas. Yo soy muy optimista, pero cuando me comparo a la cruda realidad, me considero un peligroso optimista. El aumento de psiquiatras se debe al aumento de enfermos mentales, el cual viene del crecimiento de las leyes sociales y de sus contradicciones; a la convivencia de lo nuevo y lo caduco; al abismo entre mayores y menores, entre hombres y mujeres; todo se hace complejo, la técnica es inexplicable y la ciencia está contenida por los prejuicios; la ética antigua regaña con la moderna. La nueva sexualidad, el nuevo trabajo, desconciertan.

Yo creía que un psiquiatra era capaz de devolver al hombre al sentido común; pero la desintegración del sentido común y el regreso a las tiranías democráticas -'el que no esté conmigo está contra mí', dice Bush: y esa frase de demente es la ley democrática- hace más difícil este trabajo y justifica la píldora. Algo se segrega, o se deja de segregar, que de pronto le parece a uno que todo es natural, y se ríe. Veo en otro lugar -El Mundo- cómo Rojas Marcos se ríe de todo: encuentra una feliz idea femenina mostrar el ombligo porque es el lugar por donde estuvieron unidas al útero de su madre (Freud no ha muerto). Le gusta el piercing (la barrita de su hijo en la oreja), el tatuaje, y si tuviera 16 o 17 años a lo mejor se tatuaba una flor en un lugar interesante. Lo más terrible es su juicio respecto a Internet: estar conectado no solamente añade años de vida, sino 'vida a los años'.

Terrible por mi caso: no quiero vida ni mejor, como no sea por un 'acto de servicio', frase franquista. Ahí reside mi optimismo. Sentarse en una terraza, ver ombliguitos y tatuajes en la cadera, tiene algo de agridulce, de tragicómico, que compensa mi edad durante un buen rato.

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