La no condena del terrorismo y el Derecho
Tras los dos asesinatos de ETA cometidos en Santa Pola y una vez constatado el, por otra parte, habitual rechazo a condenar el atentado por parte de Batasuna, se ha planteado la necesidad de poner en marcha las previsiones de la recientemente aprobada Ley Orgánica 6/2002, de 27 de junio, de Partidos Políticos, con la finalidad de declarar ilegal a dicha formación política. El motivo por el que formalmente se insta a la aplicación de esta ley es el hecho mismo de la negativa de Batasuna a la condena de la violencia terrorista cometida por ETA, cuando los representantes de esta entidad política, junto al resto de partidos, son instados a pronunciarse al respecto en las diversas instituciones democráticas de las que forman parte. Se entiende que la no condena supone apoyar al terrorismo y es una manera de legitimarlo expresa o tácitamente o de exculpar o minimizar sus acciones, por lo que se trata de un supuesto previsto por la ley para la ilegalización, si dicha conducta se produce de forma repetida o acumulada, tal como prescribe el artículo 3.a) de la nueva Ley de Partidos. Sin embargo, desde un punto de vista jurídico, la cuestión es mucho más controvertida de lo que a primera vista pueda parecer. Y ello sin perjuicio de reconocer, sin ningún género de dudas, que la actitud de Batasuna respecto de la última barbarie de ETA es un ejemplo más de su condición política de correa de transmisión política del terrorismo. Ambas conforman un siniestro binomio que ha convertido a Euskadi en una dramática y patética excepción en el territorio de la Unión Europea, a causa de la flagrante ausencia de condiciones imprescindibles para ejercer los derechos y libertades que son propios en una sociedad democrática.
Ahora bien, sentado esto, y ante la eventualidad de una pronta aplicación de la nueva ley, la trascendencia jurídica que presenta, strictu sensu, el acto de abstenerse en la condena de un atentado, ofrece más aristas de las que puedan derivarse de la actividad que consista, por ejemplo, en una manifestación de enaltecimiento del terrorismo, supuesto éste que sería perseguible, individualmente, por la vía penal contra la persona que incurriese en esta acción ilícita, de acuerdo con lo previsto por el artículo 578 del Código Penal. Y las aristas pueden aparecer si el comportamiento consistente en la negativa a condenar la violencia, bien a través del silencio o mediante las singulares argumentaciones políticas basadas en una supuesta racionalización (sic) del conflicto vasco, pueda llegar a ser considerado como una forma más de libertad de expresión o de libertad ideológica. Y por crudo que pueda parecer, no se trata de una hipótesis que en cualquier caso quepa descartar, sobre todo ante la controversia jurídica que, a buen seguro, suscitará el eventual y muy delicado proceso de ilegalización que al parecer se va a poner en marcha.
Porque es evidente que la libertad de expresión en el Estado democrático es un derecho fundamental que puede dar cobertura tanto a las ideas y opiniones más excelsas del raciocinio humano como a aquellas otras que manifiestan su condición más miserable. Entre estas últimas se encuentran, por ejemplo, las opiniones racistas y xenófobas y, sin duda, la actitud de no condenar la barbarie de Santa Pola. Por su parte, es sabido que la libertad ideológica también puede amparar cualquier idea o convicción, con el único límite de que su defensa sea a través de métodos pacíficos; así, el Tribunal Constitucional ha afirmado que 'la libertad ideológica indisolublemente unida al pluralismo político que, como valor esencial de nuestro ordenamiento jurídico propugna la Constitución Española, exige la máxima amplitud en el ejercicio de aquélla y, naturalmente, no sólo en lo coincidente con la Constitución y con el resto del ordenamiento jurídico, sino también en lo que resulte contrapuesto a los valores y bienes que en ellos se consagran, excluida siempre la violencia para imponer los propios criterios, pero permitiendo la libre exposición de los mismos en los términos que impone una democracia avanzada' (STC 20/1990, FJ.5º).
La conducta de Batasuna, basada en no condenar los dos asesinatos recientes, es la manifestación de una ideología menospreciable; asimismo, las argumentaciones expuestas por su líder más visible actualmente son la expresión del cinismo y la amoralidad del fascismo en versión provinciana. Sin embargo, la no condena en sentido estricto difícilmente puede se calificada un ilícito jurídico. Claro es que se podría considerar que tal comportamiento se inscribe en las previsiones de la novísima Ley Orgánica de Partidos, cuanto establece que: un partido será declarado ilegal cuando con su actividad de forma reiterada y grave vulnere los principios democráticos, justificando o exculpando los atentados (art. 9.2.a); y cuando dé apoyo expreso o tácito al terrorismo, exculpando y minimizando su significado y la violación de derechos fundamentales (art. 9.3.a). Sin embargo, como es obvio, se trata de una ley cuya vigencia no alcanza todavía a los dos meses, no ha sido aplicada por los tribunales y sobre la que, por tanto, no existe experiencia jurisprudencial. Pero sobre todo es una ley que, como todas, no puede hacer abstracción de la Constitución como norma suprema.
A este respecto, diversos actores políticos se han referido, razonablemente, a la necesidad de una aplicación prudente de su contenido. Y el supuesto que ofrece el rechazo a condenar un atentado terrorista constituye una buena ocasión para pensarse más de una y más dos veces si, jurídicamente (no ética ni políticamente), esta conducta es ilícita. A mi modesto entender, no lo es porque se inscribe en una franja de la libertad ideológica y de la libertad de expresión que también queda tutelada por la Constitución. La no condena constituye un acto de subjetividad política y ética rechazable que en nada ayuda a la resolución del problema del terrorismo vasco, pero que permite a la sociedad vasca y española en general -ciertamente, de forma dura- percibir el grado de perversidad de algunos de sus representantes políticos. La pregunta es si cabe pagar el precio de que un partido no condene un atentado. Y la respuesta en una sociedad democrática avanzada a la que se refiere la sentencia del Tribunal Constitucional ha de ser afirmativa, más que nada para conocer más y mejor cuál es el talante de estos salvapatrias y que a la postre el electorado saque las consecuencias.
La afectación que puedan tener estos dos derechos fundamentales en la actitud de rechazo a condenar un atentado pone de relieve su naturaleza en sociedad democrática y la incidencia del Estado en su garantía. Así, de acuerdo con una posición liberal clásica, no hay duda de que el acto de
no condenar un atentado no ayuda al debate público para intentar resolver el conflicto vasco, pero es una manifestación de una ideología que, por menospreciable que sea -y lo es-, ha de ser conocida en toda su dimensión. En este sentido, siguiendo la doctrina del juez norteamericano Holmes, sentada desde la Primera Guerra Mundial, una forma de expresión como ésta podría ser permitida salvo en los casos en los que con ella se provoque un riesgo claro e inminente de causar un comportamiento violento. Si tal riesgo no existe, la sociedad ha de oponer a esta expresión ideológica otras opciones, que frente a Batasuna no pueden ser otras que el debate democrático frente a las ideas totalitarias que esta tribu política defiende. Son argumentos que, quizás, podrían ser retenidos en una aplicación prudente de la Ley de Partidos.
Porque en el envite que supone la aplicación por esta causa de la ley, el Estado democrático no debería salir escaldado. En este sentido, no puede ser menospreciable la posibilidad de que ante un proceso de ilegalización de Batasuna por su negativa a condenar los atentados puedan suscitarse criterios contradictorios entre la sala especial del Tribunal Supremo que entenderá del caso y el Tribunal Constitucional al que, a buen seguro, le será planteado un recurso de amparo en caso de una sentencia favorable a la ilegalización. No se olvide que la controversia se suscitaría, probablemente, en relación a los derechos fundamentales citados y que en esta materia el Tribunal Constitucional, como es sabido, es la suprema jurisdicción, únicamente sujeta a la Constitución y a su Ley Orgánica reguladora. No a la Ley de Partidos. ¡No sería nada bueno un conflicto entre ambas jurisdicciones por esta causa! ¡No es el caso Preysler! Y a mayor abundamiento: nada excluye que el tema acabe finalmente ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Y sería muy preocupante que el Estado español no obtuviese aquí una sentencia favorable. Porque de no ser así, Batasuna habría obtenido su mejor regalo político.
Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra, de Barcelona.
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