El sexo de las castañuelas
Ni la ducha, ni el café, ni la bronca matutina con el camarero de turno sacuden mi adormidera sevillana. No distingo un semáforo de un martillo pilón en manos de un inmigrante. Sólo el temblor sísmico de este último perforando las aceras despega mis párpados. Ahora vislumbro el bus 33 que se aproxima como un bólido a la parada. Subo. Pregunto el precio del billete al conductor-cobrador-cabreador, quien gruñe y acelera para que los jamones colgados de la barra central del secadero se golpeen unos contra otros. Las grasientas axilas semidepiladas despiden intensos aromas de recebo. Así consigo que mi cerebro se active. Leo en un cartel una amenaza de sanción de 30,05 euros si viajo sin billete. ¿Dónde lo he metido? Confuso en esta sobaquina colectiva, temo haberlo perdido.
Aparatosos carteles dicen en tres idiomas: 'No dejar sus pertenencias desatendidas en ningún momento'. Esta leyenda, ¿no perjudicará a la salud del turista?
Le digo al taxista que no me mire cada vez que habla, que mire la carretera que está ahí delante. No quiero estrenar los cuatro 'airbags', por favor
El sacristán se asoma sin abrir la puerta del todo y dice que el cura no quiere hablar con la prensa, ya lo han crucificado, y está tomando la siesta. Debo irme
Abandono el bus antes de que aparezca el revisor. La Catedral, totalmente rodeada de bancos, cajas de ahorro y cajeros automáticos, se halla cerca de la oficina de turismo. Entro aquí y tropiezo con aparatosos carteles en tres idiomas que aconsejan 'no dejar sus pertenencias desatentidas en ningún momento'. Pregunto a un empleado si no cree que esta leyenda perjudica seriamente la salud del turista. Dice él: 'Hacemos la prueba ahora mismo, siga hablando conmigo sin vigilar su mochila y verá como vuela'.
Un vestido con tirantas
Salgo de allí. Acabo de saber por los periódicos que el turismo ha caído en Sevilla un 9%. También dicen que hay piojos en la ciudad, aunque la gente se esconde y va de tapadillo a las farmacias a por el producto indicado. Pero lo más interesante es que el cura párroco de Gilena ha negado la comunión a una mujer 'por llevar un vestido con tirantas'. ¿Cómo serían las tirantas? ¿Cómo sería la mujer?, me pregunto. Y también: ¿cómo será este cura cuyo nombre es Juárez? La mujer, añade un diario, es la esposa del diputado de cultos de la Hermandad de Villarrasa.
Imagino al cura de Gilena retirando la sagrada forma de la lengua de la esposa del diputado de cultos. ¡Ay, mi Antipatilandia! Y sin pensarlo dos veces, paro un taxi y le pregunto al taxista si lleva aire acondicionado.
-¡Jodé, qué manía con el aire! ¡Todos piden el aire! ¡Suba y verá, jodé!
Subo, y una potente ráfaga de aire me deja pegado al respaldo como un cañonazo de agua en una manifestación. Entonces el taxista pone los seguros de las puertas e inicia la sesión de tortura.
-¡A Gilena? ¡No, no! Usted quiere decir Guillena, afirma tajante. ¡Gilena está lejos! Usted se ha confundido...
De poco sirve que replique que quiero ir a Gilena aunque esté mas lejos que Guillena. Y le pido que pare y mire el mapa de carreteras. No hace caso. No tiene mapas. Dice que no los necesita. Yo sí que necesito relajarme. Y he tenido suerte, añade, porque voy a disfrutar de la excursión en su Nissan de 16 válvulas. ¿O acaso no me di cuenta de que vamos en un Nissan? El taxista quiere que me fije en todos los detalles. Cuatro airbags. Un ordenador para detectar el tráfico. Un sistema mute por el que la radio se calla cuando el cliente habla. Y fíjese, a punta de pedal y te metes a 230 kilómetros por hora. ¿No me lo creo?
Me lo creo, le digo. Y también le digo que no me mire cada vez que habla, que mire la carretera que está ahí delante. No quiero estrenar los cuatro airbags, por favor. Y sin volver la cabeza, le pido que me diga cómo se llama.
Dice que se llama Rafael. Como el niño de no sé dónde que ahora canta a pulmón lleno por los altavoces, mientras él pregunta qué tal va el aire, y qué me parece cómo se agarra su Nissan en las peores curvas. ¿Vuela o no vuela?
Pienso en el cura de Gilena. Si nos pegamos una leche entrando en su pueblo, podría negarnos los últimos sacramentos. ¿Le interesa a Rafael, que no tendrá más de 40 años, esposa y dos niños, volar al cielo sin los trámites de la extremaunción?
Pero él va a lo suyo. De pronto quita el aire y dice que un coche tan nuevo no debe llevar puesto el aire todo el rato, es malo para el coche. Y para el taxista, que recibe el aire frío en las partes. Así que irá poniendo un rato el frío y luego lo quitará. Los ciclos térmicos me transportan súbitamente del trópico a los glaciares, pero favorecen el ímpetu oratorio del taxista, que asegura que su Nissan lleva SRC, que si pisamos una mancha de aceite no pasará nada, es un sistema de antideslizamiento. Lo veo interesado en encontrar manchas de aceite. Y protesto: no, no, ya encontrará otras oportunidades y clientes para lo del aceite, déjelo.
Miro el paisaje. Pero él me mira por el retrovisor y dice que no mire esas tonterías y me fije en cambio en un estuche que hay en la puerta para guardar el paraguas. Y se vuelve el condenado para indicarme cómo puedo abrir ese estuche. Y yo tengo que decirle que o deja de volverse o le romperé la cara de un guantazo, porque por menos que esto me vuelvo loco, se lo juro, y rompo lo primero que tengo a tiro.
Además, ¿alguien lleva un paraguas en agosto, en Sevilla? Por favor: no me dé mas la vara o no le abonaré los 100 euros acordados para ir a Gilena o a Guillena.
Como me temía, en Guillena no hay ningún cura Juárez. Una mujer dice que allí el cura reparte hostias a todo bicho viviente sin problemas. ¿No se tratará de otro pueblo? Cerca hay uno que se llama Gerena. Y algo más lejos hay otro que se llama Gilena.
Oigo este nombre y ya me tapo el rostro con ambas manos, de pesar y de vergüenza, mientras Rafael se compadece de mí. En efecto, se ha colado. Era Gilena. No Guillena. Pero no pasa nada, jefe. ¿Cien kilómetros más? Nada. Otros cien euros. Media hora, o algo menos. Y a seguir disfrutando de su Nissan modelo Luzerit, diésel, de 16 válvulas.
Sin un alma en las calles
Ya estamos metidos en la A-92 y vamos a 170 por hora y Rafael elogia el sistema NATS de alarma, el mejor. No hay quien te robe el coche si llevas un NATS.
Gilena aparece a eso de las 3.30 de la tarde sin un alma en las calles. Sin una sombra. Hace un calor de crematorio. Pregunto en un bar cerca de la iglesia por el cura Juárez. Me dicen que pregunte en una casa donde vive un tal José, que es el sacristán. José se asoma sin abrir la puerta del todo y dice que el cura no quiere hablar con la prensa, ya lo han crucificado. El cura está tomando la siesta. Debo irme. No dirá ni pío. Todo lo que José puede añadir de parte del cura Juárez es que no se trataba de un vestido de tirantas, sino de un escote a lo bestia, del tipo Palabra de Honor, por el que se veía todo, los pezones y todo, y encima la feligresa no era de este pueblo, sino de Huelva.
Abatido por el fracaso de mi investigación, decido el regreso inmediato a Sevilla y suplico el máximo silencio a Rafael, quien, media hora más tarde, me suelta como un fardo junto al Guadalquivir. Quiere más dinero porque no es lo mismo dejarte en la Torre del Oro que en la Catedral. Ya no estoy para peleas. Cuando se va a marchar, me agarra del brazo y me explica que su Nissan va equipado con resistencias calóricas en los asientos, de tal modo que si vuelvo a Sevilla en invierno, él me electrocutará. Vale. Pefiero eso a cualquier otra condena.
Medio enloquecido, entro en un tablao vespertino donde, ante medio centenar de somnolientos turistas, se aplaude el Capricho español, de Korsakov, que bailotean cuatro artistas seguramente mal pagados. A un metro escaso de distancia, las poderosas piernas de una bailaora sueltan taconazos que pueden ocasionar desprendimientos de retina. Por eso cierro los ojos. También para imaginar el sexo de las castañuelas.
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