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FIGURAS CON PAISAJES
Columna
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Serra en verano: Carlos Marzal

Que el valenciano Carlos Marzal es uno de los poetas más sugestiva e inexorablemente certeros de la lírica española actual ya es cosa sabida, después de cuatro libros de acrecentado vigor, desde la ironía inaugural de El último de la fiesta a la compleja madurez expresiva de Metales pesados. Los suyos son libros densos, numerosos, dotados de una afinación verbal y, sobre todo, una calidad moral muy rara entre nosotros. Libros que aparecen, con demorada puntualidad, cada cinco o seis años, que se esperan con impaciencia y se leen con deslumbramiento.

Lo que quizá no sea tan conocido es que Carlos Marzal escribe la mayoría de sus versos, no en Valencia, donde habitualmente reside, o en Sagunto, en donde trabaja, sino en su casa de Serra, durante los veranos. A esa casa, y también al paisaje que la envuelve, la quietud propicia al ocio reflexivo, el frescor y la luz de Serra debemos, pues, algunas de las más memorables experiencias poéticas que nos han deparado las últimas décadas.

Más información
Carlos Marzal, Premio Nacional de Poesia por 'Metales pesados'

La casa, como el entorno todo, es rústica y hermosa. La mandó construir un bisabuelo suyo, aficionado a la hípica y enfermo de tuberculosis, que buscaba aire puro lejos de la ciudad. Eran los tiempos en que Thomas Mann escribió La montaña mágica. Por supuesto, Serra no está en los Alpes suizos, sino en la Calderona, muy cerca del Garbí, pero el suyo es el clima de montaña más cercano a Valencia. En verano, Serra es una bendición. Marzal ha expuesto muy bien estas y otras circunstancias del lugar donde escribe en sus versos: 'Rumbo hacia el interior, al noroeste/ a unos treinta tortuosos kilómetros/ de Valencia ciudad, hay una casa/ que levantó, para que perdurase,/ hace cien años ya, mi bisabuelo./ Viejas fotografías, muros viejos,/ remotas humedades que parecen/ ser la esencia de un tiempo irrepetible y muerto,/ con rutas a caballo, con aljibes,/ con tipos corpulentos de bigotes adustos,/ y la tuberculosis, y ultramar'.

El caserón de Serra, apuntalado en sombras 'como la misma noche, innumerable y sola', es, más a menudo de lo que aparenta, el paisaje interior de esta poesía. Con la lentitud de las horas de sol y de lectura, la lluvia repentina, los álbumes de fotos antiguas, meriendas en las fuentes del monte y recuerdos de visitas y bailes de disfraces, las benignas presencias familiares, pero también con la humedad, el polvo, el crujir de las vigas, las ratas que recorren furtivas de noche el cielo raso, la fiebre y el tiempo detenido. Todo aquello que está junto a nosotros y no nos pertenece, nos teme o nos ignora. Y cerca de la casa, el pueblo, con su tradición de veraneo de interior, sus chalets de ricos de antes de la guerra y su hotel de Les Forques; alrededor, las sendas, los olivares del secano y los pinos de la sierra. Desde el Garbí, la amplitud de la vista es espectacular.

Parece paradójico, pero tiene sentido que sea este territorio plácido y refrescante, de una serenidad casi inmóvil en el reposo del estío, el que concite una poesía como la de Carlos Marzal, reflexiva, sí, pero también cargada de tensión y a veces llena de una angustia acuciante. Como si tras la sosegada armonía de este paisaje que parece inscrito en el sueño, Marzal hubiera hallado el agua oscura de su pozo de sombras, las galerías en donde extrae los metales pesados de sus países nocturnos: la belleza y el vértigo de la secreta frontera de la vida.

Aquí, en donde el viento alivia y arde el cielo, las palabras surgen hacia la luz.

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