El caso Edipo
Uno. Hará un par de semanas les decía, a propósito de algunos montajes de Shakespeare, que no me parece buena cosa reducir un texto a una trama. Bien: a primera vista, puede pensarse que justo eso es lo que ha hecho Lluís Pasqual con Edipo XXI. Una reducción y una modernización. 'Voy a acercar Edipo a nuestros tiempos' demasiadas veces quiere decir 'voy a contarles todo lo que se le olvidó decir a Sófocles'. También me dio un cierto miedo cuando leí, hará unos meses, que Pasqual iba a hacer una mixtura entre Sófocles y Genet, el Genet militante de la causa palestina en Cuatro horas en Chatila. Pero Pasqual debió ver claro que esos dos metales no eran de fácil fusión, porque al final ha reducido el texto de Genet a unas pocas frases en boca de Antígona, y la elipsis final, que vincula las murallas de Tebas y los campos de refugiados está insertada con mano maestra. Temores fuera: en Edipo XXI, Pasqual nos restituye la increíble fuerza de la historia sin desatender su lenguaje; ese lenguaje seco, antisentimental, hermosísimo. Creo que se ha hablado más de las 'intenciones' de Pasqual -riesgos de la coletilla- que de su adaptación y de su trabajo con el lenguaje. Quizá, y ése es su gran logro, porque ese trabajo no se nota: las palabras brillan sin tintinear. Pasqual es un orfebre del collage, como demostró en sus montajes sobre textos de Lorca, siempre atento a los ecos, a los puentes secretos. Aquí, en apenas hora y media, se nos sirve la tragedia fusionando Edipo Rey y Edipo en Colono, con fragmentos del Prometeo encadenado de Esquilo, de la Antígona de Eurípides. En la primera parte, Edipo busca asilo: un viejo ciego (Alfredo Alcón), con su hija Antígona (Vicky Peña) como lazarillo. Hay un tribunal de frontera, con luces y ropas y rejas actuales; un tribunal que teme al extranjero, que interroga y niega la entrada: Edipo es un maldito, un apestado. El interrogatorio es también una excusa dramática, un detonante para que Edipo cuente su historia, como Fred McMurray en Perdición: un flash-back perfecto, que potencia esa soberbia estructura del primer gran relato policiaco de la historia. Tiresias es Carlos Álvarez: autoridad, presencia escénica. Andreu Benito, muy sobrio, muy convincente, surge de entre las gradas, en funciones de coro, así como el mensajero que encarna Pep Guinyol, casi un personaje de La máscara de Dimitrios. Hay toques de humor en su composición, y en Teresa Lozano, convirtiendo en un fool al pastor que revela los orígenes de Edipo. Los reyes del espectáculo son, para mi gusto, Vicky Peña y Jesús Castejón: perfectos, impecables, poderosos y llenos de verdad. Sin apenas maquillaje, Vicky Peña nos hace creer, con el talento de su voz y de su cuerpo, en un sorprendente cambio físico: pasa de hija a madre, adolescente en Antígona, mujer madura en Iocasta. Jesús Castejón es mucho más que una gran voz y un gran magnetismo: construye un Creonte esencialmente sensato, y no el villano de cartón piedra que acostumbran a mostrarnos. Acaba el flash-back y volvemos a Edipo errante. Con un problema en el último tercio: el Polinices de Francesc Garrido, un actor habitualmente espléndido que aquí aparece histriónico, externo, agarrotado 'a la moderna'. Una intervención breve que ha embocado mal su línea: posiblemente se resuelva durante la gira.
Dos. Hablemos de Alfredo Alcón. Le hemos visto volando muy alto, solo y bajo las estrellas: El público, Los caminos de Federico. Aquí vuela en círculos, pero sólo consigue elevarse en ciertos pasajes. A veces veo a un actor en un personaje y pienso 'lástima, se le escapa'. Y luego ves al mismo actor en otra obra, otro personaje, tiempo después, y piensas 'aquí, aquí lo ha pillado'. En este caso me ha sucedido al revés. Me explico: el Edipo que me hubiera gustado 'verle' a Alcón ya lo vi, en parte; era el Hamm de Fin de partida. Aquí, como dirían los franceses, Alcón está un poco (y usted perdone) con el culo entre dos sillas. Pasqual le ha frenado el lado mattatore, pero sin darle el patrón para que brote esa nueva sobriedad que parece estar buscando. Alcón parece moverse entre la agitación falsamente juvenil de un Edipo luchando con su destino y el perfil quejumbroso, igualmente construido, de un anciano caído y errante, pero entre ambos perfiles no hay espacio para esa fuerza en la desgracia que es el auténtico motor de Edipo. Y de su doble isabelino, el rey Lear.
Alcón está en una edad muy difícil para un actor. Sobre todo para un actor que ha sido muy poderoso y muy atractivo, y quizá todavía no ha aceptado que puede seguir siéndolo, pero de otra manera. Lo sé, es asquerosamente fácil decirle esto a alguien desde una butaca, desde lejos, pero voy a intentarlo con todo mi respeto y mi admiración. Quizá, pienso, el problema de su Edipo sea que Alcón no se atreve o no sabe todavía cómo mostrar en el escenario su auténtica edad en toda su grandeza. ¡Palabras mayores! Si alcanzar ese estado ya es una tarea hercúlea para un hombre corriente, me imagino lo que debe ser para un actor, para alguien que vive de la mirada ajena. Pero lo hemos visto ¿verdad? La belleza del viejo invicto. La belleza del coraje en la aceptación. En el momento en que Alcón llegue a aceptar y a mostrar esa belleza, como antes lo hicieron Olivier, Ian Holm, Minetti y otros gigantes de su estirpe, volará como nunca ha volado.
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