SALZBURGO OFRECE UN CHIRRIANTE 'TURANDOT'
Doce años después, Puccini ha vuelto al festival austriaco. El regreso de su mítica ópera inacabada merecía una versión menos pretenciosa y más sutil. El brillante final añadido por Berio contrastó con un montaje antiguo y una orquesta subida de volumen.
Turandot se ha vuelto a poner de moda. Ya lo estaba, de hecho, en años recientes con la tentación irresistible que suponía su puesta en escena de corte oriental para pintores como David Hockney en San Francisco o directores de cine como Zhang Yimou en la ciudad prohibida de Pekín. Pero la moda actual de la incompleta última ópera de Puccini se debía sobre todo al nuevo final compuesto por Luciano Berio, una alternativa en toda regla al habitual de Franco Alfano, o a la terminación de la ópera con la muerte de Liú, es decir, justo donde llegó por sus medios el compositor, como hizo Toscanini en La Scala de Milán, en la première del 25 de abril de 1926.
El final de Berio para Turandot se estrenó, en versión de concierto, con Riccardo Chailly, a principios de este año en el Festival de Canarias (su director, Rafael Nebot, se paseaba orgulloso en su condición de pionero anteayer en Salzburgo), y desde finales de mayo ha iniciado una entusiasta cadena de representaciones: en Los Ángeles, con Nagano; en Amsterdam, con Chailly, y, ahora, en Salzburgo, con Gergiev al frente de la Filarmónica de Viena.
Las representaciones salzburguesas (hasta el 30 de agosto) son una coproducción con Baden-Baden y San Petersburgo, y están financiadas por el mecenas cubano-norteamericano Alberto Vilar, cuya foto y el correspondiente testimonio de agradecimiento figuran ya en el lugar más destacado del vestíbulo principal de la sala grande del Palacio de Festivales de Salzburgo, habiendo desplazado a un segundo plano la cabeza escultórica de Karajan realizada por Hans Baier y la escultura de Robert Wilson de título Erwartung, pensada como banco para Jessye Norman. El que paga manda, aunque los rumores apuntan a que el mecenas no se encuentra en situación tan desahogada económicamente como hace un año.
Puccini no es un músico excesivamente frecuentado en Salzburgo. Tosca se representó en 1989. Antes y después, un desierto. Mortier manifestó además en más de una ocasión, durante su década al frente del festival, la poca estima que tenía por el compositor de Lucca. Era una ocasión que ni pintada para una regeneración o, al menos, para definir territorios, y más si se hacía con una etiqueta contemporánea y de actualidad de la mano de Luciano Berio, toda una garantía de seriedad en las adaptaciones de otros autores -Falla, Bocherini, Mahler, Schubert...- y, cómo no, de conocimiento del oficio gracias a sus propias creaciones operísticas. La première de Turandot se esperaba así con cierto morbo y con el deseo especial de que no se escapase el éxito bajo ningún concepto. La tibia acogida, fruto de una poco estimulante representación, supuso una desilusión.
La tercera nueva producción operística de Ruzicka este verano no ha suscitado la polémica escénica y la admiración musical como Don Giovanni, o el reconocimiento en todos los sentidos como El rey Kandaules. Sencilla y llanamente, ha sido una representación más bien vulgar y, en cierto modo, anodina. De entrada, por la chirriante dirección musical de Valery Gergiev, que puso la orquesta a unos niveles de sonido de discoteca after hours. Tal exhibición de brillantez en la dinámica puso a prueba los reflejos de la Filarmónica de Viena, y creó un clima muy alejado de ese sentimentalismo tan típicamente pucciniano. La trompetería no siempre entró a tiempo, ni la orquesta sacó a la luz su delicadeza más que en contados momentos. Áspera, sorprendente versión.
El planteamiento escénico del inglés David Pountney y sus colaboradores fue antiguo, poco atractivo desde el lado plástico y más que discutible desde el conceptual. La trama se ambienta en una dictadura de métodos sangrientos que explota opresivamente al pueblo, recurriendo a todo tipo de atropellos. El propio director, en su explicación de la puesta en escena, se refiere a películas como Tiempos modernos y Metrópolis, o a las pinturas de Leger, como territorios afines a su propuesta teatral. Bueno, es una forma de adornarse. Porque ni por asomo aparecen la ternura de Chaplin, la fascinación de Lang o el admirable color y sentido de la estructuración de Leger. Ping, Pang y Pong se integran en la dinámica de la represión. Pang es un español: Vicente Ombuena. Lo hace muy bien. Los únicos personajes humanos son Calaf, Liú y su padre. Turandot es algo más que la princesa de hielo: es una tirana. Todo ese clima opresivo y, además, la orquesta sonando a toda pastilla. En cuanto al reparto, nada del otro jueves. Justito y tímbricamente atractivo Johan Botha, wagneriana en el espíritu de la letra Gabriele Schnaut, sensible y discreta Cristina Gallardo-Tomás, tosco y poderoso Paata Burchuladze.
Puestos ya en esta tesitura, el interés se decanta por ver cómo se integra teatralmente el final de Berio en la ópera y, en un segundo plano, si domina Puccini o el propio Berio en ese dúo de amor final con reminiscencias de Tristán e Isolda, o citas más o menos evidentes de Mahler y Schönberg. La música es excelente, desde luego, pero sobre todo como producto estético de Berio y de su capacidad para sintetizar en una unidad algunos universos paralelos a Puccini. Andrew Clemets destacaba en una revista inglesa el acierto de la ambigüedad del final de Berio, añadiendo que 'ofrecía una auténtica solución posfreudiana a un casi intratable impacto sociológico'. La verdad es que Puccini lo tenía muy crudo para componer después de la muerte de Liú y hacer creíble lo increíble, es decir, la conversión de la malvada Turandot en dulce enamorada. ¿Cómo resuelve ese final el director de escena en Salzburgo? Pues bien, vacía el escenario, pone en una camilla médica el cadáver de Liú iluminado por un foco, y en dos sillas funcionales sitúa a Calaf y Turandot para que nazca el hechizo y el romanticismo fructifique. Al final el coro aparece en escena, más o menos de calle, en una metáfora de un mundo mejor y más solidario. Salzburgo ha imitado, por despliegue de medios, a Hollywood o al Metropolitan de Nueva York. La melancolía, la sensibilidad de Puccini merecían algo mínimamente más sutil y menos pretencioso. La falta de identificación entre Salzburgo y Puccini se ha dejado notar.
Turandot se ha vuelto a poner de moda. Ya lo estaba, de hecho, en años recientes con la tentación irresistible que suponía su puesta en escena de corte oriental para pintores como David Hockney en San Francisco o directores de cine como Zhang Yimou en la ciudad prohibida de Pekín. Pero la moda actual de la incompleta última ópera de Puccini se debía sobre todo al nuevo final compuesto por Luciano Berio, una alternativa en toda regla al habitual de Franco Alfano, o a la terminación de la ópera con la muerte de Liú, es decir, justo donde llegó por sus medios el compositor, como hizo Toscanini en La Scala de Milán, en la première del 25 de abril de 1926.
El final de Berio para Turandot se estrenó, en versión de concierto, con Riccardo Chailly, a principios de este año en el Festival de Canarias (su director, Rafael Nebot, se paseaba orgulloso en su condición de pionero anteayer en Salzburgo), y desde finales de mayo ha iniciado una entusiasta cadena de representaciones: en Los Ángeles, con Nagano; en Amsterdam, con Chailly, y, ahora, en Salzburgo, con Gergiev al frente de la Filarmónica de Viena.
Las representaciones salzburguesas (hasta el 30 de agosto) son una coproducción con Baden-Baden y San Petersburgo, y están financiadas por el mecenas cubano-norteamericano Alberto Vilar, cuya foto y el correspondiente testimonio de agradecimiento figuran ya en el lugar más destacado del vestíbulo principal de la sala grande del Palacio de Festivales de Salzburgo, habiendo desplazado a un segundo plano la cabeza escultórica de Karajan realizada por Hans Baier y la escultura de Robert Wilson de título Erwartung, pensada como banco para Jessye Norman. El que paga manda, aunque los rumores apuntan a que el mecenas no se encuentra en situación tan desahogada económicamente como hace un año.
Puccini no es un músico excesivamente frecuentado en Salzburgo. Tosca se representó en 1989. Antes y después, un desierto. Mortier manifestó además en más de una ocasión, durante su década al frente del festival, la poca estima que tenía por el compositor de Lucca. Era una ocasión que ni pintada para una regeneración o, al menos, para definir territorios, y más si se hacía con una etiqueta contemporánea y de actualidad de la mano de Luciano Berio, toda una garantía de seriedad en las adaptaciones de otros autores -Falla, Bocherini, Mahler, Schubert...- y, cómo no, de conocimiento del oficio gracias a sus propias creaciones operísticas. La première de Turandot se esperaba así con cierto morbo y con el deseo especial de que no se escapase el éxito bajo ningún concepto. La tibia acogida, fruto de una poco estimulante representación, supuso una desilusión.
La tercera nueva producción operística de Ruzicka este verano no ha suscitado la polémica escénica y la admiración musical como Don Giovanni, o el reconocimiento en todos los sentidos como El rey Kandaules. Sencilla y llanamente, ha sido una representación más bien vulgar y, en cierto modo, anodina. De entrada, por la chirriante dirección musical de Valery Gergiev, que puso la orquesta a unos niveles de sonido de discoteca after hours. Tal exhibición de brillantez en la dinámica puso a prueba los reflejos de la Filarmónica de Viena, y creó un clima muy alejado de ese sentimentalismo tan típicamente pucciniano. La trompetería no siempre entró a tiempo, ni la orquesta sacó a la luz su delicadeza más que en contados momentos. Áspera, sorprendente versión.
El planteamiento escénico del inglés David Pountney y sus colaboradores fue antiguo, poco atractivo desde el lado plástico y más que discutible desde el conceptual. La trama se ambienta en una dictadura de métodos sangrientos que explota opresivamente al pueblo, recurriendo a todo tipo de atropellos. El propio director, en su explicación de la puesta en escena, se refiere a películas como Tiempos modernos y Metrópolis, o a las pinturas de Leger, como territorios afines a su propuesta teatral. Bueno, es una forma de adornarse. Porque ni por asomo aparecen la ternura de Chaplin, la fascinación de Lang o el admirable color y sentido de la estructuración de Leger. Ping, Pang y Pong se integran en la dinámica de la represión. Pang es un español: Vicente Ombuena. Lo hace muy bien. Los únicos personajes humanos son Calaf, Liú y su padre. Turandot es algo más que la princesa de hielo: es una tirana. Todo ese clima opresivo y, además, la orquesta sonando a toda pastilla. En cuanto al reparto, nada del otro jueves. Justito y tímbricamente atractivo Johan Botha, wagneriana en el espíritu de la letra Gabriele Schnaut, sensible y discreta Cristina Gallardo-Tomás, tosco y poderoso Paata Burchuladze.
Puestos ya en esta tesitura, el interés se decanta por ver cómo se integra teatralmente el final de Berio en la ópera y, en un segundo plano, si domina Puccini o el propio Berio en ese dúo de amor final con reminiscencias de Tristán e Isolda, o citas más o menos evidentes de Mahler y Schönberg. La música es excelente, desde luego, pero sobre todo como producto estético de Berio y de su capacidad para sintetizar en una unidad algunos universos paralelos a Puccini. Andrew Clemets destacaba en una revista inglesa el acierto de la ambigüedad del final de Berio, añadiendo que 'ofrecía una auténtica solución posfreudiana a un casi intratable impacto sociológico'. La verdad es que Puccini lo tenía muy crudo para componer después de la muerte de Liú y hacer creíble lo increíble, es decir, la conversión de la malvada Turandot en dulce enamorada. ¿Cómo resuelve ese final el director de escena en Salzburgo? Pues bien, vacía el escenario, pone en una camilla médica el cadáver de Liú iluminado por un foco, y en dos sillas funcionales sitúa a Calaf y Turandot para que nazca el hechizo y el romanticismo fructifique. Al final el coro aparece en escena, más o menos de calle, en una metáfora de un mundo mejor y más solidario. Salzburgo ha imitado, por despliegue de medios, a Hollywood o al Metropolitan de Nueva York. La melancolía, la sensibilidad de Puccini merecían algo mínimamente más sutil y menos pretencioso. La falta de identificación entre Salzburgo y Puccini se ha dejado notar.
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