Estrellas
Olía a jazmín aquel cine de verano junto al puerto de pescadores. El público se traía de casa hamacas y sillones plegables. Si la película era aburrida podías mirar las estrellas. Mientras en la pantalla se sucedían tragedias y amores, algunos comían bocadillos de longaniza, bebían cervezas e incluso con las tarteras abiertas cenaban carne con tomate en camiseta de imperio. Había una fusión de sonidos en el aire: al tableteo de la metralleta de un gángster se superponían los pistones del motor diesel de una barca que a esa hora salía a la pesca de la sardina. A veces la ficción y la realidad también cambiaban de lugar. Cuando se establecía el viento gregal, los golpes del oleaje contra la escollera parecían salir de la cabina del cine; en cambio, muchos naufragios con gritos desesperados de la protagonista coincidían con un olor a alga podrida que la bajamar despedía en la dársena donde se oían las risas nocturnas de los jóvenes que bajaban victoriosos del barco de Ibiza. Arriba estaba el álgebra negra de las constelaciones. Exactamente a medianoche, en la vertical del cráneo de los espectadores, situadas a millones de años luz, brillaban tres estrellas, Vega, Altair y Debeb, formando el Triángulo de Verano y a una distancia no menos astronómica aparecían en la pantalla otras estrellas, Michelle Pfeifer, Kim Bassinger o Julia Roberts, sólo asequibles mediante los sueños. Aquel cine ya no existe. En su solar una empresa inmobiliaria va a construir un edificio de viviendas. Cuando las máquinas comenzaron a excavar el suelo, afloraron vestigios de los griegos focenses o tal vez romanos, junto a algunos enterramientos del tiempo de los árabes. En aquel cine de verano el público tenía la Casiopea sobre la cabeza y a Paul Newman o a Sharon Stone ante los ojos, pero estos sueños estaban sustentados por unas momias desconocidas que dormían desde hacía siglos a un par de metros bajo tierra. No es extraño que el perfume de jazmín, unido al sabor de tomate frito que salía de las tarteras, también a mí me llevaran muy lejos. Cuando una película era aburrida, tumbado en la hamaca, me dedicaba a la astronomía. Todo el universo gira. Hace diez mil años la estrella Vega ocupaba en el firmamento el mismo punto que hoy ocupa la Polar. Entonces aún no había navegantes que necesitaran el norte, pero desde aquel cine de verano cualquiera podía subir hasta ella con un bocadillo en la mano mientras Lauren Bacall esperaba a Bogart fumando en boquilla.
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