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Reportaje:REPORTAJE

Comienzo del fin de la guerra más larga de África

Es una guerra tan larga la de Sudán (comenzó en el año 1983), tan enquistada, tan aparentemente irresoluble que durante años cayó en el olvido y se hizo invisible, pese a cobrarse dos millones de vidas (la mayoría por hambre) y provocar el éxodo de cuatro millones de personas. El pasado 27 de julio, el presidente Omar Hassan el Bashir y el jefe de los rebeldes del sur, John Garang, se citaban en Uganda y abrían el camino hacia la paz.

En realidad son varias las guerras de Sudán, hasta cuatro, tantas como frentes de combate, todos ellos en el sur del país más grande de África, como cinco veces España. Con mucho desierto, y consecuentemente pobreza, pero también con la bendición de las aguas del padre Nilo y de ricos yacimientos de gas y petróleo cuyo potencial es enorme.

La histórica cumbre de Uganda abre paso a un acuerdo que pasa por no aplicar la 'sharia' en el sur y reconocer su derecho a la autodeterminación

Las primeras prospecciones arrojaron resultados positivos en 1978 en la zona de Bentiu (uno de los actuales focos de guerra), aunque la producción masiva, que a finales de 2001 ascendía a 230.000 barriles diarios, se propulsó a partir de 1999. Las reservas de crudo se estiman entre 600 y 1.200 millones de barriles.

Ahí precisamente, en el oro negro y en el gas -que suponen la gran esperanza de progreso y bienestar, de escapar por fin del subdesarrollo-, hay que buscar la explicación del flamante pragmatismo de un régimen como el de Jartum, al que hasta hace poco cuadraba como anillo al dedo la etiqueta de extremista islámico y que dio cobijo en su día al mismísimo Osama Bin Laden; eso sí, antes de convertirse en la bestia negra por antonomasia de Estados Unidos.

La mediación de EE UU

La riqueza del subsuelo, localizada sobre todo en el sur, promete convertir a Sudán en un importante país exportador, siempre que haya paz y estabilidad política. Explica también que Estados Unidos, que no quiere quedarse al margen de un negocio que puede resultar fabuloso, haya adoptado una posición más equidistante de los dos bandos en conflicto, esté dispuesto a tachar a Sudán de su lista negra de Estados terroristas y haya emprendido una labor mediadora (con el ex senador John Danforth de protagonista) que ha dado ya resultados concretos y alentadores en uno de los frentes (el de las montañas Nuba), y no ha sido ajeno a la histórica cita del 27 de julio entre El Bashir y Garang, jefe del Ejército de Liberación del Sur de Sudán (SPLA).

Esa cumbre -con el jefe de Estado ugandés, Yoweri Museveni, de anfitrión- fue la consecuencia inmediata del acuerdo que, siete días antes, habían alcanzado en Kenia las delegaciones de los dos bandos en conflicto tras cinco semanas de discusiones.

La reunión constituye mucho más que un símbolo. Ninguno de los dos líderes, y menos aún El Bashir, habría dado ese paso de no estar convencido de que la paz se hallaba al alcance de la mano.

El fin del conflicto contribuiría a estabilizar toda la región y normalizaría las relaciones del régimen sudanés con los de Kenia, Uganda, Eritrea y Etiopía, a los que ha acusado repetidamente de apoyar la rebelión de Garang y de ofrecer a las fuerzas de éste suministros y refugio seguro.

Todavía no es la paz definitiva, ni siquiera se ha alcanzado un alto el fuego oficial. De hecho, en los últimos días han sido secuestrados dos ciudadanos alemanes y se ha producido una 'ofensiva gubernamental' o algunas 'escaramuzas' (la terminología varía con el bando). A partir de mediados de agosto se seguirá negociando en Kenia.

Quedan muchos cabos por atar sobre el reparto del poder y la riqueza petrolera, el respeto de los derechos humanos, y las fronteras y el estatuto jurídico del sur del país. Sin embargo, nunca desde el estallido de la guerra, en 1983, se había estado tan cerca de un acuerdo global.

Por vez primera, el régimen de Jartum, dominado por árabes musulmanes defensores de la sharia y opuestos radicalmente a la partición del país, admite que la paz puede obligar a que la ley islámica no se aplique a los negros animistas o cristianos del sur, y a que éstos puedan ejercer el derecho de la autodeterminación, un derecho recogido en la Constitución, pero nunca reconocido en la práctica. Ese camino incluiría un periodo de autonomía de seis años y un referéndum. El resultado podría ser la independencia del sur, un concepto que deja de ser tabú.

El Bashir aseguró tras la cumbre de Uganda que tanto su Gobierno como el SPLA 'están comprometidos con la paz y la unidad de Sudán', pero puso el énfasis en que se refería a una 'unidad voluntaria'. La perspectiva de una partición alarma especialmente en un país clave, Egipto, en el que cunde la alarma por la repercusión que sobre el control de las aguas del Nilo tendría la emergencia de un nuevo Estado en la zona.

En un informe enviado en mayo a George Bush, el mediador Danforth aseguraba que ninguno de los dos bandos podía ganar la guerra, lo que, automáticamente, le llevaba a la conclusión de que la paz era posible. El mandato recibido de la Casa Blanca consiste en hacer lo posible para que el acuerdo conseguido para que callen las armas en las montañas Nuba se extienda a las otras tres zonas de guerra: la del Nilo Azul, la de Al Wehda y la colindante de Warab y Bahr el Ghazal (norte y sur). La línea del frente no siempre es fácil de trazar en ninguna de ellas, aunque se estima que los rebeldes controlan el 80% del sur.

En esas tierras, los musulmanes (que suponen el 70% en el conjunto del país) están en clara minoría: un 18%, según Jartum, y un 8%, según el Consejo de Iglesias de Sudán. Todas las fuentes coinciden en que, en el sur, los animistas son clara mayoría, aunque existe una fuerte minoría cristiana. La población es mayoritariamente negra.

Tras el 11-S

Si el diálogo de paz necesitaba un empujón, se lo dieron los sucesos del 11 de septiembre de 2001. Adaptándose con pragmatismo a la nueva realidad, y resignándose a la hegemonía norteamericana, El Bashir abandonó veleidades radicales, resabios del espíritu con el que se aupó al poder en 1989 sostenido por los islamistas de Hasan el Turabi, del que se deshizo 10 años más tarde. Media un abismo entre el pragmatismo de que El Bashir acaba de dar muestras en la cumbre de Uganda y la aplicación a ultranza de la sharia en todo el país, la protección y apoyo a Bin Laden y los intentos de exportar un islamismo radical.

Hace apenas un año habría sido impensable que mediase en el conflicto sudanés un ex senador de EE UU, el mismo país cuyo presidente ordenó bombardear, el 20 de agosto de 1998, una supuesta fábrica de armas químicas que resultó serlo de inofensivos productos farmacéuticos. Hoy, Jartum hace gala de su cooperación en la lucha contra el terrorismo internacional. Incluso ha facilitado a Washington una lista de 200 islamistas radicales que un día hallaron cobijo en Sudán.

Por eso, la esperanza de paz lleva también el sello norteamericano. Y un fuerte olor a petróleo.

Sequía, hambre, bombas y esclavos

LA GUERRA, SOBRE TODO en los periodos en que tiene como aliada a la sequía, provoca una auténtica catástrofe humanitaria en el sur de Sudán, sin que la presencia de diversas ONG evite que los aviones y helicópteros gubernamentales machaquen a bombazos a la población civil. Algunos testimonios de occidentales sostienen que, en ocasiones, son perfectamente visibles desde tierra las caras de los pilotos, lo que significa que éstos tienen forzosamente que ver que lanzan bombas, no sobre guerrilleros, sino sobre ancianos, mujeres y niños. Para alejar testigos incómodos, las autoridades de Jartum prohíben a veces los vuelos de aviones con ayuda humanitaria para el sur o la llegada de la misma desde los países vecinos. En una de las zonas de combate, en la provincia del Alto Nilo Occidental, hace ya tres meses que no funciona la Operación Nivel de Supervivencia, coordinada por la ONU. El fantasma de la hambruna que causó unas 100.000 muertes en 1998 en Gahr el Ghazal (otro frente de la guerra) vuelve a planear sobre la región. Otro terrible subproducto de la guerra es la esclavitud, que, según los rebeldes y organizaciones como Human Rights Watch, es alentada en el sur por el régimen de Jartum. La realidad es que hay esclavos en las zonas administradas por ambos bandos, y aumentan los indicios de que el SPLA se ha sumado últimamente al lucrativo negocio. Una ONG suiza, Solidaridad Cristiana, asegura que, entre 1995 y 2001, rescató a unos 60.000 esclavos. El precio osciló entre los 35 y los 100 euros. Los niños son los más caros.

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