Acampada en las dunas de Mauritania
DEJAMOS NOUAKCHOTT siguiendo la única carretera que conduce al norte de Mauritania, al desierto de Adrar. El sufrido Toyota cabrioleaba durante el día subiendo y bajando dunas como si de un tiovivo se tratase.
Tras varias horas de ruta a unos 20 kilómetros por hora, con Mohamed al volante, un experto conductor que con ojos de chacal sabía siempre cómo atacar la duna para no hundirnos, llegamos a acampar a Benichab. Buscamos leña (un poco difícil por esos lares) para hacer una buena fogata, dado que las temperaturas bajan mucho. Una vez montada la jaima, sacamos lo necesario de nuestras polvorientas bolsas y bebimos los consabidos tés (tres, no vale uno solo). El sol parece una gran bola de fuego que juega a esconderse poco a poco hasta que se aleja dejándonos con la boca abierta.
Después de cenar, nos vamos a dar un paseo. Con las linternas en las manos, nos internamos inocentemente en las dunas. Cuando queremos volver, nos damos cuenta de que estamos perdidas: de repente, a la jaima y al Toyota se los ha tragado el desierto. Intentamos volver sobre nuestros pasos. Inútil esfuerzo. De nuevo en la jaima, con el corazón todavía desbocado, nos adormecemos escuchando los ruidos de la noche: algún que otro chacal, el viento y la paz que perdimos con la gregaria sociedad occidental. Por la mañana temprano, desayuno frugal, toilette rudimentaria detrás de una duna, recogida de sacos de dormir y demás pertrechos, y de nuevo en ruta a Arguin, parque nacional frente al Atlántico, donde salimos a pescar guiados por delfines y acompañados de cormoranes, gaviotas y pelícanos. Con un sencillo hilo con anzuelo cogimos tropecientos tontones (llamados así porque, además de dejarse atrapar siempre, tienen una protuberancia que al tocarlos en la piel produce escozor) y bastantes doradas, que cenamos con una tortilla de patatas que cocinamos para darle un toque español a esta noche mágica.
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