Inadaptados
Si algo nos ha quedado claro del siglo XX es esa raya sutil que divide a progresistas y conservadores -o a izquierdas y derechas o, en el grado sumo de las condensaciones simbólicas, a comunistas y fascistas-. Toda nuestra primera centuria es la hidráulica convulsa de dos maneras de entender la vida y la Historia.
Mientras esa lógica binaria alcanzaba su punto de ebullición, un oscuro escritor de provincias -de provincias anímicas y planetarias- emborronaba unas cuartillas que atribuía a otra persona, y que en su mayor parte quedaron inéditas hasta después de su muerte. Este hombre era Fernando Pessoa, su alter ego para la ocasión fue Bernardo Soares y el volumen resultante de su febrosa clandestinidad literaria lo conocemos hoy con el título de Libro del desasosiego. Leemos en una de sus páginas: 'Es un error doloroso y craso esa distinción que los revolucionarios establecen entre burgueses y pueblo, o hidalgos y pueblo, o gobernantes y gobernados. La distinción existe entre adaptados e inadaptados: lo demás es literatura, y mala literatura. El mendigo, si es un adaptado, puede ser rey mañana'.
Leídas hoy, estas líneas tienen un sabor rancio pero también intrigante. Es una mezcla de incorrección política y sabiduría vital. Muchos años después de que Soares y Pessoa las compusieran, John Huston rodaba un guión de Arthur Miller titulado The misfits (1960). Misfit se puede traducir muy llanamente como 'inadaptado'. Ya no estamos en el Portugal presalazarista, sino en el corazón del sueño americano. Miller y Huston han convocado, para la ocasión, a tres de las estrellas más rutilantes de su universo: Clark Gable, Marilyn Monroe y Montgomery Clift. Apeados de la peana de su glamur en la ajustada fotografía de Russel Metty, tres de los rostros más famosos de América dan vida a una historia de perdedores que, insospechadamente, se va a convertir en su testamento cinematográfico. Una famosa instantánea tomada en un descanso del rodaje los presenta a todos -actores, director y guionista- a manera de memento mori. Ahí están, en efecto, el galán Gable con su seducción innata y sus orejas inverosímiles, el fragilísimo personaje de Marilyn superpuesto a la destrozada Norma Jean, y ese vaquero enjuto e impasible, Montgomery Clift, en el último estadio -quizá el más sereno- de lo que Robert Lewis definió como 'el más lento suicidio del teatro americano'.
En el argumentario de Pessoa, Shakespeare, Milton o Dante comparten con el cargador de la esquina la condición de los excluidos. En cambio, autores como Goethe (consejero de Estado) o Víctor Hugo (senador) serían, sin sospecharlo, de la estirpe de Lenin o de Mussolini. De la estirpe de los triunfadores. Alguien podría pensar que esos rostros que vehiculan en The misfits una historia triste en la América profunda son los rostros del triunfo trabajando, para la ocasión, en una parábola del fracaso. Por un extraño azar, Monroe, Gable y Clift morirían unos meses después de estrenada la película, naturalmente por causas diferentes -todas las muertes son la misma muerte y sin embargo cada muerte es singular y privativa-.
Aunque este filme se estrenó entre nosotros como Vidas rebeldes, el espectador avisado adivina enseguida de qué se está hablando. Quizá la inadaptación sea la forma final de la rebeldía. Pessoa, en su breve apunte, pasaba la mano por la cara a los más brillantes teóricos sociales de su siglo. Sin saberlo -y sin pretenderlo- ya escribía, desde su 'oficina estrecha', para el nuestro.
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