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Columna
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¿Irse?

Se programan las vacaciones con una antelación casi como la de la maternidad/paternidad. A medida que se acerca la víspera entramos en un estado especial que bien podría denominarse 'de abandono melifluo' trufado de 'desespero frente al calendario'. La singular mezcla da modelos deslumbrantes: los hay de fijos, como el del diletante desde por lo menos mediados de julio, o los vacantes locuazmente previos desde finales de junio; incluso los agoreros fieramente anclados en el desprecio de la holganza general cuando sobreviene lo inevitable están dentro de este apartado; quizás también los alternativos que ponderan las bondades del inmovilismo para las semanas de marras cuando todo Cristo se va. Hay también tipos variables, sofisticados, como los magos capaces de inventarse el ensueño que les espera en agosto para envidia de allegados, que no tardarán en desmentirse a sí mismos huyendo en secreto hacia el sitio mediocre de siempre; o los víctimas propiciatorias del ocio de otros -familiares o extraños-, que recitarán de nuevo su diatriba anual contra la vacación (como Manuel Vicent, cuando empieza la Feria taurina de San Isidro contra la fiesta; J. V. Marqués contra Pascual Hermanos cuando le venía el prurito anti-burgués hace ya siglos; o yo mismo cada año contra el folclore y las pelucas el Día de Sant Donís o de la Coentor...); o los que prueban el más difícil todavía y descubren -después de haber comido en Nápoles, hecho la digestión en Túnez, y dormir en Atenas-, que la verdad de agosto se esconde en un bendito aparato que se llama ionizador, que adosado al climatizado integral (no a la simple bomba de aire frío, que incluso es nociva para la salud) del apartamento en la banlieu de Valencia, despeja la cabeza, mantiene la piel tersa y permite empaparse la programación del canal Viajar con deleite, precio módico, higiene y blindado contra siniestros, robos, sorpresas desagradables en los aeropuertos, mosquitos rebeldes al Autan y timos solemnes cuando el crucero ya es irreversible.

Después, claro, estamos la gente corriente: la que no va a ninguna parte, porque está bien donde está; los que hacen una escapada corta con amigos hacia sitios conocidos, sin sobresaltos ni angustias; los que repiten las mismas tonterías del año pasado a pesar de haber jurado que no lo harían más; los que se entregan, como hormiguitas hacendosas, al bricolaje más hard durante el vuelo canicular fuera del nido esclavo que es el trabajo; y, en fin, los que tenemos probada vocación de aumentar nuestras penas cuando las rutinas nos abandonan, metiéndonos en menesteres insólitos, impensables si nos contemplamos sólo unos años antes. No, no hablo de cuidar nietos, ni de ligar con jovencitas, que es en lo que deben estar pensando, sino en hacer de policía de niños rebeldes esparcidos por sus padres en 2.000 metros cuadrados, en esperar estoicamente las quejas del vecindario porque a la contrata de la basura se le ha ocurrido no pasar la noche pasada, en resolver litigios leves a propósito de perros que ladran cuando quieren, en admitir que cuando alguien se te dirige después de saludarte seguro que es para explicarte un problema del agua, de los aparcamientos, del ruido de anoche, o de unos que no sabe de dónde son, o de que hay un mondongo en la bassa de las abluciones... Y eso pasa cuando te vas, pero a hacer full time de alcalde de Aín, un pequeño pueblo de la Serra d'Espadà, durante tus originales vacaciones de agosto.

Vicent.franch@eresmas.net

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