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Columna
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Contextos desequilibrados

La exposición que actualmente se puede ver en el Museo Guggenheim de Bilbao bajo el título Kandinsky en su contexto se justifica gracias al valor que ofrece cada obra por separado. Como exhibición de conjunto resulta desequilibrada, insuficiente y extraña, haciéndose visible los cuatro febles alfileres que han servido para ponerla de pie. Algunos de los artistas introducidos en la muestra son ajenos a Kandinsky (1866-1944). A otros se les mete porque formaron parte de la Bauhaus, como Feininger, Moholy-Nagy, Paul Klee y Josef Albers; sin embargo no están presentes dos artistas de mucho peso específico en ese célebre instituto de artes y oficios, como Schlemmer e Itten.

En cuanto a la relación estrecha de Kandinsky con la vanguardia rusa se apela a dos autores, Malevich y El-Lissitzky, permitiéndoseles participar con obras menores de cada uno de ellos, sin tener en cuenta a otros de suma importancia, como Tatlin y Rodchenko, en especial, además de Stenberg, Medunetski, Klutsis o Lavinsky, entre otros.

Es incomprensible que en el contexto personal del propio Kandinsky con el mundo de los neoplasticistas sólo aparezca Vantongerloo, con una obra, cuando los abanderados supremos de esa corriente fueron Mondrian y Van Doesburg.

En el capítulo cualitativo cabe destacar la prodigiosa escultura de plástico que se presenta de Naum Gabo; las dos obras de doble vidrio -y su búsqueda de la variación de la luz-, de Josef Albers; las cinco piezas potentísimas de Moholy-Nagy; las seis ya vistas otras veces de Paul Klee (cada vez más sugerentes y enigmáticas); como igualmente el relieve y la escultura de Arp, junto a las firmadas por Kandinsky, a excepción de algunas obras menores, cuyo significativo y acreditado valor es de sobra conocido, entre otras excelencias.

Es posible que se haya pecado de un exceso de suficiencia al querer montar la muestra con obras provenientes exclusivamente de los fondos del Museo Guggenheim neoyorquino. Obras no pocas de ellas que han pasado en ocasiones anteriores por las paredes del museo bilbaíno. ¿Quizá más que de suficiencia deberemos hablar de desinterés, desapego, aburrimiento y otras nunca esperadas ni deseadas desatenciones?

Por otra parte, observamos algunos simplismos en el apartado del montaje. Por ejemplo, cuando tratan de aproximar una escultura de Max Ernst, de 1957, a una tabla de Kupka, de 1930, por el mero hecho de que en ambas piezas aparecen unas formas circulares. Siguiendo ese absurdo criterio de colocar piezas cercanas entre sí en función de ciertos parecidos formales, también a Léger y Miró se les ha buscado sus paralelos asociativos, y para ello se ha emparentado una obra de cada uno con sendos trabajos de Kandinsky.

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Por esto, más lo apuntado con anterioridad, y por algo más que podía añadirse, lo cierto es que se ha puesto en escena una exposición un tanto alfilerística, si se me permite la expresión.

No sabemos si para añadir más confusión al tema, el hecho es que en esta ocasión no se ha editado catálogo alguno, ni tiene visos de que se edite. Resulta extraño e inhabitual que una muestra, cuya duración se ha pensado como muy dilatada -del pasado 5 de julio hasta el próximo 3 de enero-, carezca de la referencia impresa del catálogo correspondiente, como testimonio de un hecho concreto. ¿A qué obedece ese silencio que pretende no dejar rastro alguno del acontecimiento? Quede la pregunta en el aire, y una recomendación final para entender a pleno el espíritu del mejor arte de Kandinsky. Vean sus obras como la expresión exterior de una necesidad interior.

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