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Columna
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La casa triste

Rebelión en La Granja. En una reunión de diseñadores y arquitectos celebrada en Barcelona el pasado miércoles, y respondiendo a la llamada a la revuelta que realizó Javier Mariscal, no se oyeron más que palabras críticas hacia la vivienda oficial del Príncipe de Asturias. No parece que éstas surgieran de la secular predisposición catalana al republicanismo, tendencia que nació precisamente a partir del asentamiento en España de la dinastía borbónica. En modo alguno. Todo surge de una percepción meramente estética: la abrumadora vulgaridad arquitectónica de la nueva vivienda de Su Alteza.

Las altas funciones del Príncipe exigían, sin duda, una residencia a la altura de las circunstancias, pero el resultado final de la exigencia resulta desolador: la vivienda del Príncipe es sólo principesca en dimensiones. Mariscal se ha permitido felices metáforas para describirla: un quiero-y-no-puedo; un hotel provincial de tres estrellas; una estética de puente aéreo; un carrinclón. La imperfecta mansión podría inspirar otras imágenes: es como un hostal de carretera o, definitivamente, el chalé desproporcionado, irreflexivo y sin gusto de un impetuoso nuevo rico.

No se trata de hacer sangre. Ni siquiera de ser frívolo. La restaurada monarquía española se ha caracterizado, desde 1975, por su mesura y discreción, por su moderación en las costumbres. Pero no se entiende por qué esta sabia política debe comprender también la asunción de los peores usos de su pueblo, de las maneras torpes y mediocres de la burguesía nacional. Está bien que la realeza se haya despojado de altisonancias; está bien que la monarquía evite visiones aristocráticas y se prohíba manifestaciones de soberbia. No sólo está bien, sino que es inteligente, de cara a la supervivencia de la institución. Pero de ahí a emplazar al Principado en un chalé levantado a base de ladrillete y tejadillos va todo un mundo, un mundo de desoladora inanidad estética y quizás moral.

La actual monarquía española demuestra así que quiere acompasar el paso al de su pueblo y que, lejos de intentar aleccionarle, adopta sus plebeyas costumbres. Es como si la monarquía renunciara a liderar, siquiera a efectos estéticos, el devenir de su pueblo e interiorizara la mesocrática vulgaridad que éste practica. No sé si ésa es la mejor fórmula para el futuro de la institución, pero sin duda es la más triste.

En el fondo, la residencia del Príncipe es un símbolo. Aglutina en su seno lo peor de todos nosotros. Ese emplasto de ladrillo rojo, propio de un merendero del extrarradio de Madrid, explica y justifica los viajes de novios a Cancún, el éxito de Operación Triunfo, las ventas millonarias de la novela de Ana Rosa Quintana, esa esforzada y abnegada escritora. La residencia del Príncipe descubre el porqué de la canción del verano, la agonía de los estudios clásicos en el Bachillerato, las lamentables torres de cemento que amurallan la Costa del Sol. La residencia del Príncipe supone la consagración final de una estética de la mediocridad que hemos asumido colectivamente y casi sin conflicto. Lo explica todo: el analfabetismo funcional de millones de personas, la proliferación en los registros de nombres como Johnatan, Yerai o Kevin Kostner, el retraso de la investigación científica o el articulismo barriobajero del sargento de instrucción Pérez-Reverte.

Muy posiblemente la residencia del Príncipe quedará para la historia como el mejor retrato de nuestro presente y de nuestro más inmediato futuro: el de un país sin esperanza que reprueba todo esfuerzo extra como una intolerable muestra de elitismo y donde la excelencia, en cualquier faceta de la vida, está proscrita por la dictadura de la más profunda mediocridad.

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Cientos de recién llegados al dinero y la fortuna tendrán ahora una confirmación existencial a su visión de las cosas, y la explicación de por qué en este país cualquier vendedor de alfombras que haya hecho dinero cuenta con una consideración que para sí quisieran los físicos teóricos, los investigadores del cáncer o, por qué no decirlo, los arquitectos que aún se resisten a perder la dignidad.

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