La rutina de la tragedia
El pakistaní Iqbal muere tras sufrir una caída de 1.400 metros en el K-2 al regresar al campo 2
Existe una rutina para todo, incluso para la tragedia, que anteayer volvió a instalarse en el campo base del K-2. A mediodía, el campo de la expedición tibetana inició una serie de contactos febriles por radio con su grupo de alpinistas, que en esos momentos trataba de abandonar la montaña en mitad de la tormenta. El traductor y el jefe de la expedición se movían entre las tiendas, cada uno aferrado a su radiotransmisor, buscando una ayuda que no se atrevían a solicitar, quizá porque la sabían inútil. Uno de sus hombres acababa de caer entre el campo 2 (6.800 m) y el campo 1 (6.200 m) y sus acompañantes no acertaban a comprobar si había logrado o no detener la caída.
En ese preciso momento, tres miembros, un sherpa y el líder de la expedición de Himalayan Guides, Henry Todd, se preparaban para alcanzar el campo 1 desde el campo base avanzado; el resto de la misma expedición debíamos unirnos al día siguiente, en el campo 2. Cosa que ya no haremos. Todd y el resto no llegaron a avanzar en la ruta, el espolón de los Abruzos: un bulto difuso volaba hacia ellos, saltaba entre las rocas, rebotaba aquí y allá.
'Abandonamos. Nada nos ata a esta montaña. La realidad yacía a nuestros pies, ineludible'
Más arriba, el sherpa Padawa veía ya las tiendas del campo 1 cuando escuchó un siseo. Levantó la cabeza y vio el movimiento de hélice de un cuerpo en caída libre. Le seguía una chaqueta y una bota. El cadáver alcanzó el pie mismo de la vía: se trataba del capitán Mohamed Iqbal, oficial pakistaní de enlace de la expedición tibetana también incluido en la misma como alpinista. Iqbal era el tipo más conocido del campo base, el más afable y dispuesto. Lucía una barba tan poblada y perfecta que despertaba sospechas acerca de su autenticidad: él se la agarraba en un gesto protector, se reía y juraba que no había nada de postizo.
La retirada de la expedición tibetana resultó dramática desde la madrugada del 20 al 21 de julio. Esa noche, cuatro escaladores tibetanos se plantaron a 8.400 m y una vez allí abandonaron su ataque a cima, exhaustos y con nieve por encima de la rodilla. De regreso al campo 4 (7.900 m), el grupo sufrió cuatro horas de angustia, incapaz de dar con sus tiendas entre la niebla. Sólo el uso de oxígeno embotellado les salvó la vida.
Resultó que habían pasado cuatro horas de angustia apenas a 15 metros de sus tiendas, que alcanzaron en cuanto se disipó la niebla. En un primer momento consideraron la posibilidad de esperar en el campo 4 y lanzar un segundo ataque, pero el tiempo empeoraba y el oxígeno artificial empezaba a escasear. Además, dos de los alpinistas sufrían un principio de edema pulmonar.
Iqbal y dos escaladores más aguardaban en el campo 3 y desde ese punto, los siete emprendieron su retirada, peleando contra el viento y nieve. Alcanzaron sin traumas el campo 2, se descolgaron por la chimenea House (aparentemente el paso más comprometido que debían afrontar en su huída) y encararon una travesía hacia la izquierda muy aérea pero provista de cuerdas fijas. Ahí se precipitó al vacío Iqbal, lanzado cuando una de las cuerdas se quebró. En dicho punto confluían hasta tres líneas de cuerda diferentes: unas nuevas, otras viejas, pero de apariencia fiable. Cegado por el viento, es de suponer que Iqbal escogiese la cuerda errónea, o que fallase el anclaje o incluso se quebrase la cuerda adecuada. El caso es que sufrió una caída de 1.400 metros de desnivel, rebotando por el espolón de los Abruzos.
El campo base del K 2 acogió la noticia con el mismo estupor que recibió la muerte del porteador Sher Ajman nueve días antes. En silencio, cada cual se calzó su equipo y salió hacia el glaciar que separa el campo base del campo base avanzado, a hora y media de marcha. De nuevo inmersos en la rutina del horror, improvisamos un trineo, envolvimos el cadáver en una lona y lo trasladamos hasta el campo base. En el camino, entre jadeos y maldiciones, muchos tuvimos tiempo de regresar a la objetividad para decidir que ya nada nos ataba al K 2. Abandonamos. La realidad yacía a nuestros pies, ineludible.
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