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Columna
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El caracol

No es muy habitual encontrarse con un caracol en medio de la habitación dejando su rastro de babilla sobre el parket, de modo que lo primero que hice fue preguntarme de dónde había salido. No tardé en averiguarlo, ya que acababa de caminar en mi imaginación por un campo soleado, una ligera loma y en su cúspide una encina a la que me había detenido a contemplar admirado. Estaba claro de dónde procedía aquel caracol que seguía paseándose por la habitación como si nada. Se había caído de la encina que había poblado de verdor mi imaginación hacía un momento.

Conocía ya los efectos de mi imaginación, así que no me alarmé porque de ella pudieran caer a mi vida ordinaria algunos restos, al igual que cae de la mesa de trabajo al suelo la hoja arrancada que uno previamente había apelotonado, o la goma de borrar, siempre tan equilibrista y tan aficionada a deslizarse por los bordes. Pero en cualquier momento se pueden restituir la hoja o la goma caídas a su lugar de origen, y mi problema estribaba en cómo devolver a la imaginación algo que había caído de ella y que parecía además dispuesto a huir hacia una aventura llena de riesgos. ¡Qué tonto!, me dije, o bien ese caracol no se ha dado cuenta de que no está donde debiera estar, o acaso le tienta esta otra existencia azarosa, sin que sea consciente de que un zapato real es mucho más peligroso que uno imaginado. Concluí que para librarlo de peligros tenía que devolverlo a la encina de la que algún lapsus imprevisto debió de hacerlo caer.

He dicho ya que conocía los efectos de mi imaginación. Bien, debo matizar que los que me resultaban familiares eran aquellos que en aquel momento me disponía a provocar y que eran justo los inversos a los que la presencia del caracol me acababa de descubrir. Yo me sabía capaz de entregar al mundo imaginario cualquier objeto real sobre el que fijara mi atención y de dejarlo allí para siempre. Les confesaré que en cierta ocasión me imaginé a mí mismo y estuve missing cinco días. Fue mi novia la que me rescató de mi no existencia una tarde que se le ocurrió pensar en mí. Les diré también que mi retorno no constituyó un motivo de mutua alegría, ya que decidí romper con ella de inmediato ante la evidencia de que durante aquellos cinco días, en los que me paseé por el reino de Thule precisamente en pos de ella, había preferido pensar en el señor Ibarretxe, como me confesó, que en mí. La situación del país, según ella, convertía cualquier ensoñación en una banalidad irresponsable.

No ocultaré la tentación que me asaltó entonces. Si imaginándome a mí mismo podía desaparecer de aquella forma, bien podría imaginarme a mi país y hacerlo desaparecer del mapamundi, novia incluida, para toda la eternidad. Pero temí que una irrupción de mi país en el mundo imaginado podría destrozar éste, ya que el mundo imaginado ama las realidades y no las fantasmagorías, como bien me lo mostraba el humilde caracol, que se me ofrecía ahora a la mirada con una nitidez de contornos digna de un Pisanello. ¡Mi pobre caracol!, me dije. Tenía que devolverlo a su encina radiante y umbrosa, y eso me exigía imaginármelo. Lo intenté. Puse todo mi empeño en ello. Mas su realidad se imponía haciendo infructuoso mi esfuerzo, y me pregunté si lo más real no sería este fruto de lo imaginado. Y recordé las palabras de Francis Ponge sobre los caracoles, cuando define su santidad: 'Nada exterior a ellos, a su necesidad, a su urgencia es obra suya. Nada que sea desproporcionado -por otra parte- a su ser físico. Nada que no les sea necesario, obligatorio'.

Pude aplastarlo, pero no lo hice. Su desaparición se me reveló de pronto una tragedia y decidí disfrutar de su lenta y desnuda compañía. Pensé en mi novia, en su afición por confundirme con un ensueño irresponsable cada vez que me evocaba y yo me destacaba sobre un fondo de fragor y desdichadas exigencias. Sentí al instante el vuelo de una intimidad renovada, una chispa de vida, mía, emergiendo valiosa al contacto con aquel otro ser minúsculo. El caracol, consideré, llevaba en sí la obra de arte de su vida, su caparazón, su vida como obra. Y deseé habitar no mi país, cuyo confuso galimatías me negaba, sino el paraíso imaginado de alguien, y poder caer de él como un resto: un caracol, real, carnal, dejando su baba y construyéndose en el templo de su activa e ilusionada permanencia.

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