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Columna
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Carácter

El debate del lunes pasado produjo resultados interesantes. Como suele hacerse falseando el sentido de la ocasión, el presidente estuvo funcionarial en su primera parte, para reservarse hasta la réplica donde se esperaba que resolviera el encuentro. Pero esta vez no acertó a resolver ni a rematar, perdiendo los papeles entre balbuceos y gallos en su voz que revelaban su incomodidad. En cambio, su contrincante Zapatero sorprendió a propios y extraños superándose a sí mismo, además de a su rival. Pero hay que matizar.

La primera intervención de Zapatero me pareció francamente mala, al ser expuesta con desaliño, estar plagada de errores y carecer sus argumentos de orden y concierto. En cambio, su dúplica estuvo mucho mejor, ganando en confianza y seguridad y llegando a arrinconar con su retórica al banco azul en pleno. Daba gusto verlo por la televisión oficial, que no podía evitar la retransmisión de los rostros apurados de los ministros que se encogían, mientras miraban con preocupación la que les estaba cayendo desde la tribuna donde les censuraba el jefe de la oposición. Fue un test que me convenció de dos cosas: Aznar está cediendo terreno y Zapatero comienza a ganarse el respeto no sólo de los suyos, sino incluso de sus adversarios.

¿Quiere esto decir que hay inflexión? Me parece que todavía no. Y ello por muchas razones, destacando la astucia de Aznar al nominar a Gallardón para la alcaldía madrileña, donde se juega el futuro electoral del país. Y si no parece haber inflexión, alternativa tampoco. La victoria de Zapatero a los puntos sólo se consiguió en un certamen mediático de gestos escénicos. Porque en materia de programa de ideas con contenido, habría que dar la razón a González y Aznar, cuya única coincidencia consiste en su juicio sobre Zapatero. Ahora bien, puestos a hablar de competencia profesional, ¿qué consistencia demuestra un Aznar que agrava todos los problemas que pretende resolver, que se deja provocar entrando al trapo de todas las provocaciones, sean vascas o magrebíes, y que sólo sabe sacar pecho torciendo el gesto para recordar mejor al guerrero del antifaz?

John Thompson señala en su libro El escándalo político (Paidós, 2001) que uno de los peores efectos perversos de la campaña mediática contra la corrupción política es que a los gobernantes ya no se les elige ahora por su calidad técnica y su competencia profesional, sino por la calidad moral de su integridad de carácter. Dado el moralismo de las campañas de prensa, los electores no escogen políticos experimentados y competentes, siempre sospechosos de corrupción, sino políticos de carácter tan íntegro que parezcan incapaces de pasarse de listos. Ahora bien, la competencia técnica es algo objetivo, demostrable por la experiencia profesional, mientras que la integridad de carácter es una pura apariencia subjetiva, imposible de refutar hasta que ya es demasiado tarde. Así es como la democracia de audiencia ha terminado por preferir a políticos que parezcan impecables, aunque sean incompetentes o irresponsables.

Pues bien, la mejor confirmación de la tesis de Thompson no es la sustitución del corrupto Clinton por la simpleza de carácter de Bush, sino la que se produjo entre nosotros, cuando el competente pero corrupto González fue sustituido por la firmeza inflexible y la integridad de carácter que se atribuyó al implacable Aznar. Y efectivamente, nadie duda de que nuestro presidente sea todo un carácter. Pero ¿qué pasa con su competencia profesional como gobernante? ¿Qué calidad técnica demuestra enfrentándose a crisis menores como las de la inmigración o el decretazo, y a grandes crisis como las de Marruecos o Euskadi? ¿Acaso en lugar de resolver estas crisis no las está agravando todavía más, con su rigidez de carácter? 'Un hombre no puede salir de la forma en que entra', dice Willy Loman en La muerte de un viajante. Cuando Aznar salga del Gobierno, ¿cómo dejará las crisis que su carácter ha creado, o al menos agravado?

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