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Crónica:A pie de obra | TEATRO
Crónica
Texto informativo con interpretación

Un paso de través

Marcos Ordóñez

Uno. Hablemos de Shakespeare. ¿Puedo confesarles algo, ahora que nadie nos oye? Soy un antiguo. O si prefieren, un preposmoderno. Botín del Grec en las últimas semanas: Hamlet, Peter Brook, en el Mercat; Troilus i Cressida, Xavier Albertí, en el Lliure. Balance: regulín, regulán. Técnica, para parar dos carros. Emoción, humanidad, complejidad, justitas. ¿Razones? La reducción, como siempre. ¡Qué manía con poner a Shakespeare a dieta! La primera reacción es encogernos, nosotros también, de hombros. ¿Vamos a toserle a Brook, nuestro abuelo zen predilecto, el sabio más sabio de la tribu, después de tantos regalos? ¿No vamos a reírle las gracias a Albertí, el taimado Blackadder del teatro catalán? Hay días para todo. Hay días en que te da por pedirle al abuelo un poquito menos de esencialidad, o por sugerirle a nuestro Apóstol de Oxford la opción Black & Decker (más taladro, más perforación) en lugar de la vía Blackadder. Porque ni este Hamlet (versión Carrière & Estienne) es Hamlet, ni este Troilus i Cressida (gentileza de Albertí & Lluïsa Cunillé) es lo que se vende. Brook lo ha convertido en un cuento más o menos exquisito, un carpet show de tonalidades orientales, con vestuario, très chic, de Issey Miyake, y Albertí ha optado por la broma de college. Por descontado que ambos espectáculos tienen calidad; sólo faltaría a estas alturas. En el de Brook hay actores extraordinarios, como siempre. Bueno, con alguna excepción: el Laertes de Rachid Djaïdani parecía un cobrador del seguro de entierro. Claro que tenía muy poca tela que cortar el pobre Laertes. Y no hablemos de Horacio. Se les veía tristes, apagaditos. A diferencia de William Nadylam, un Hamlet que a ratos recordaba una versión isabelina de El Príncipe de Bel Air. Muy pinturero, muy sobrado. Mirando al tendido como si nada le afectase, ni fantasmas ni duelos. Y, por otro lado, todo se quedaba un poco en una historia de familia. Hamlet es, ante todo, un tejido verbal, un flujo de conciencia siempre alerta, siempre cambiante, y quien dice Hamlet dice Shakespeare. Si se reduce el texto al mínimo, lo que queda es lo menos interesante: una trama, una intriga. Y, con suerte, algo de su espíritu. Cada cual corta el pastel por donde le conviene, pero salí muy frío del espectáculo de Brook: pocas calorías. Demasiada liofilización. Sí, claro que cuenta 'la historia'. Albertí también la cuenta. Y, la temporada anterior, Rigola en Titus Andrònic. O Bieito en Macbeth, este año. Por supuesto que me gustaron esos montajes, con sus más y sus menos. Sucede que ahora los veo en hilera, en perspectiva. Y me empieza a fatigar la intuición de un hilo conductor. De una tendencia: la reinvención innecesaria, la poda excesiva del texto, la sustitución de la poesía por la coloquialidad. Dicho de otra manera: si me dan a elegir entre el Rei Joan de Bieito y su Macbeth, me quedo con el primero. Porque era más completo y complejo. Porque Bieito no tenía todavía, quizá, la necesidad de 'mostrar su sello', de hacer lo que se le pide, de ser bête et méchant. Todos somos, en cierta forma, prisioneros de lo que los demás esperan de nosotros. Brook, de su 'esencialidad'; Bieito, de su fama de terrible; Albertí, de su ironía. Dejemos tranquilo a Brook. Y a Bieito.

Dos. He dicho antes que el Troilus i Cressida de Albertí & Cunillé me parecía una broma de college. Una broma que tendría pleno sentido en un país con tradición shakesperiana, donde ese texto formidable se hubiera representado con regularidad. ¿Riesgos de la broma? Que el público salga convencido de que Troilus es una gansada, una nota a pie de página de La bella Helena. En su reparto hay actores notables, pero desperdiciados, reducidos a arquetipos 'graciosos'. Curiosamente, el único que se lleva el gato al agua es Albertí, que, astuto, se ha 'repartido' el papel de Tersites, el bufón salvaje; un Albertí irresistible, graciosísimo, más Blackadder que nunca. Casi daban ganas de decirle: '¿Por qué no se olvida usted de la obra y cocina un monólogo llamado Tersites, contando la historia de Troilo y Cressida y de la guerra de griegos y troyanos, como Fabrizio del Dongo contó Waterloo, desde detrás de una loma'.

En fin. Si he unido -o se me

han unido- todos esos espectáculos en una misma crónica es para elevar una modesta petición. Nuestros jóvenes y no tan jóvenes leones ya han demostrado que son capaces de hacer ingeniosas relecturas, reducciones o deconstrucciones de Shakespeare, pero, amigos, me temo que la pos-posmodernidad está empezando a volverse un tanto previsible. ¿Qué pido? Un paso de través. Un salto hacia un territorio que nuestros cachorros rara vez han pisado. No, no se trata de un ritorno all'antico: demasiado polvoriento. Lo verdaderamente moderno, ahora, sería lo inesperado: inventarse un, digamos, neoclasicismo. Shakespeare por derecho. Para variar un poco. Con todas las pistolas y las cazadoras de cuero que quieran, pero, please, dando las obras íntegras, o casi, que es lo verdaderamente difícil. Sin tantos 'valores añadidos', a ser posible: por lo general, la ferocidad o la ironía ya suelen estar 'dentro'. Un acercamiento más a la inglesa que a la francesa o a la alemana, no sé si me entienden. Con más sensatez que voluntad de echar la firmita, de hacer algo 'diferente'. Si nos hemos inventado la posposmodernidad, ¿no podríamos jugar a creer que somos ingleses? ¿No dijo el maestro Brook en su rueda de prensa que 'el teatro sólo tiene sentido si va a contracorriente'?

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