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Crónica:A PIE DE PÁGINA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Leyendo 'Voces del viejo mar', de Norman Lewis

En 1954 visité España por primera vez. No tenía dinero, hacía autoestop con camiones y viajantes, y dormía en fondas; vi soldados con cascos alemanes del periodo franquista, entré en oscuros bares sobre cuyos mostradores se exponían cabezas de cordero partidas en dos, recorrí el árido paisaje de la meseta, la gente me llevaba a su casa, aprendí en la orilla del Guadalquivir que los cangrejos de río se matan extrayéndoles la espina dorsal tirando de la cola, y comprendí que éste era ese otro mundo que yo había deseado conocer sin poder imaginármelo, y que este mundo requería ser aceptado en su totalidad, no parcialmente. Yo era pobre, pero el país lo era todavía más, lo cual me hacía, a mi vez, un poco rico. Recuerdo una comida en una pensión de la plaza Mayor de Salamanca que parecía no tener fin: tortilla y carne y pescado, pan de una pintura de Zurbarán y vino de una jarra de cerámica que no hacía sino multiplicarse milagrosamente, mientras debajo de mí, en la gran plaza, la multitud nocturna hacía sus rituales rondas, hablando y gesticulando. Una extraña combinación de abundancia y miseria. El vino no costaba nada y un huevo valía dos pesetas. Lo recuerdo porque compré cuatro, y la vendedora del mercado apuntó cuatro doses, unos debajo del otro para luego sumarlos. Ocho años después, la pensión completa -dormir, desayunar, comida y cena- aún no costaba más que 140 pesetas. En Madrid acudía a diario a la Lista de Correos para comprobar si me habían llegado los cien florines que me enviaba mi familia, pues ello me permitía continuar viajando.

Era como si Lewis hubiera vivido por unos instantes en la última Edad Media europea

Durante mi primer viaje no llegué a la costa Este, de lo contrario me habría percatado tal vez de las señales de decadencia de las que habla Norman Lewis en Las voces del viejo mar. Su España tiene ocho años más que la mía y es como la prehistoria de la mía, aunque ésta también se encuentre ya muy lejos. Esas dos Españas parecen ahora perdidas en una común prehistoria, inalcanzables, para siempre desaparecidas a la vuelta de la esquina del tiempo: una forma de ficción. Puede que éste sea el motivo por el que me ha impresionado tanto su libro; el sabor amargo de lo para siempre pasado, combinado con la hilaridad de lo inconcebible, como si Norman Lewis hubiera vivido por unos instantes, aunque muy intensamente, en la última Edad Media europea. Escribió su libro cuarenta años más tarde con ayuda de sus notas, y no tengo razón para no creerle. Norman Lewis, un escritor inglés que en aquella época rondaba los cuarenta, que había vivido el fin de la guerra en el sur de Italia y que se instaló en un pueblo catalán, olvidado y aislado, donde los pescadores viven como cientos de años atrás, y donde él se hace pescador entre los pescadores, participa en costumbres que parecen proceder de The Golden Bough (La rama dorada), de Frazer, y depende de los caprichos y las leyes secretas del mar, de los lenguados, sardinas y atunes que llegan o no llegan. No puede poner un pie en la iglesia porque eso no es propio de hombres, se inicia poco a poco en los secretos de los amantes de los gatos en eterna lucha contra los amantes de los perros del pueblo vecino, gentes del mar contra gentes del interior, pescadores contra granjeros, un cantar de gesta apasionante y cruel, que no acaba hasta que ambos partidos son destruidos por un tercero: el del progreso, el turismo y la vulgaridad que ello acarrea.

No existe un poema épico sin

héroes, y menos aún sin heroínas. El alcalde, la abuela, el terrateniente, el cura, la prostituta de pueblo a la que no debe llamarse así, el pastor de cabras, el curandero que alivia todos los males y sabe cuándo llegan los atunes, los pescadores con sus conjuros: representaciones de la vida, pero una vida que vista desde ahora posee, debido a su brutal inverosimilitud, todos los aspectos de una magnífica fábula, como si no pudiera ser verdad que la gente ha vivido de esta manera alguna vez, y no hace mucho, en un lugar barrido por otra época, un lugar que se ha tornado invisible, donde la miseria ha sido exterminada junto con la superstición y la poesía.

Aquí, un escritor se ha instalado a vivir en las páginas de su propia novela, en la que los pescadores, tras faenar, se cuentan los unos a los otros sus aventuras en versos libres -quien no se lo crea, se lo pierde-. El autor se ha autoeliminado, por así decirlo; es el ojo que narra lo que ve, y eso es arte con mayúsculas. No explica lo que piensan de él, lo sugiere. Pues uno se pregunta quién es esta persona ajena que poco a poco se integra, que tiene que vivir de la pesca como los demás, y que, sin embargo, en ese pueblo, debió de ser el forastero, un personaje principal de su propio libro, alguien del que apenas habla, y que en su retraimiento nos convierte en voyeurs, mirones invisibles entre los gatos del puerto, partido en la batalla contra los amantes de los perros en este teatro en que el resto del mundo parece no existir, como si fuera un enclave, tanto en el espacio como en el tiempo. De cuando en cuando, asoma una figura del inconcebible mundo exterior -como el capitán de la Guardia Civil-, pero, por lo general, parece como si los dos pueblos estuvieran cercados por una valla, como si sus habitantes hubieran recibido permiso para continuar sus vidas anacrónicas hasta el día en que se rompiera el hechizo. La subsiguiente desintegración de este mundo será un proceso rápido: las casas, las personas, la playa, todos participan de esta implacable metamorfosis. Quien ponga ahora un pie en el pueblo de los amantes de los gatos ya no encontrará nada que le sorprenda. El pueblo ya no existe más que en las páginas de este libro. Ha sido escrito por un gran autor con ese amor llamado nostalgia, nostalgia de un lugar y de un tiempo que ya no existen. Y por ello, este libro se vuelve, con el transcurrir de los días, cada vez más novela, una ficción en la que el alcalde y la abuela, el pastor de cabras y el almirante que no era almirante, se hacen cada día un poco más grandes, figuras míticas que a saber si existieron o no, en un país que, según ciertas leyendas, se encontraba en algún lugar de Europa, un país en que los magos revelaban a los pescadores cuándo regresarían los atunes al viejo mar para que el pueblo no pereciera de hambre.

Traducción de Isabel Clara Lorda Vidal.

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