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Columna
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Palabras

En la prensa de estos días pasados se pone de manifiesto la dificultad de expresión y de comprensión que se puede llegar a tener con temas científicos o filosóficos. Es comprensible caer en el error de simplificar un conocimiento que los especialistas no se toman el trabajo de aclarar para su divulgación. Los medios tienen el mérito de arriesgarse a tratar temas tan interesantes como complicados. Así ha sido como, debido a la polémica que se ha organizado y para poner las cosas en su sitio, Mayor Oreja ha explicado en un artículo que donde se escribió sobre la utilización de células madres embrionarias para la investigación científica, deberían haberse referido a 'derivadas de células de la masa interna de blastocitos tempranos procedentes de cigotos, o sea, mucho antes de que adquieran algunas de las primerísimas señales de organización embrionaria'. El lenguaje científico debería poder vulgarizarse lo suficiente para que ni los medios ni aquellos a quienes va dirigido metan la pata sin enterarse.

En otros casos el problema no es público sino personal, por empeñarnos en interpretar lo que desconocemos con el único asesoramiento de la buena voluntad que nos puede conducir a una idea muy lejana de la realidad. Incluso contraria. Así ha ocurrido, por lo visto, con el llamado 'pensamiento débil', esa corriente filosófica que, según contesta Gianni Vattimo en una entrevista reciente, de débil no tiene nada, y el nombre sólo sirve para definirlo frente a los pensamientos fuertes fundamentalistas.

Hay ocasiones concretas en las que, sin embargo, nos sorprende la palabra por lo ajustada al propósito de su utilización, tal como ocurre en un bar de Sevilla en el que cuelgan jamones del techo con un letrero bien grande que los califica de 'jamones privilegiados', y superprivilegiados si son de mayor tamaño. Cualidad que les transmite sin duda el cerdo que perdió ese privilegio.

La experiencia de los años conoce muy bien la dificultad con las palabras. Así lo expresaba una anciana que prefería disfrutar el fresco del anochecer en el banco de una plaza y separada de los demás por estar convencida de que era mejor que hablar: no tenía nada que decir y además así no ofendía. La palabra es un tesoro que sólo tenemos los humanos, pero, a ratos, el silencio también tiene un valor exquisito.

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