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Opinión pública falsificada

Las encuestas, y las estadísticas que de ellas se obtienen, son instrumentos útiles para realizar análisis sociológicos y conocer eso que llamamos la opinión pública, que tanta importancia tiene en una democracia. Pero cualquier sociólogo que se precie de profesional honesto sabe que una encuesta tiene credibilidad si la muestra de población sobre la que se efectúa es representativa y los que forman parte de la misma contestan en completa libertad, si las preguntas son claras, objetivas y no tendenciosas y, finalmente, si la lectura de los resultados se hace con la imparcialidad que exige una deducción científica.

En España, el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) es el organismo oficial encargado de efectuar encuestas periódicas de interés para el Estado. Nadie duda de que en el mismo trabajan buenos profesionales que, sin embargo, no pueden evitar la burda manipulación que de su trabajo hacen, con excesiva frecuencia, políticos desaprensivos decididos a maquillar la realidad social, o inventarla si es preciso, para ponerla al servicio de sus objetivos de partido. El barómetro del CIS realizado entre el 20 y el 26 de mayo pasado -semana en la que los sindicatos convocaban la huelga general en respuesta al decretazo- fue interpretado por el Gobierno, por boca del secretario de Estado de Relaciones con las Cortes, de nombre Jorge Fernández, como un aval a su reforma laboral, un claro refrendo a la apuesta por la movilidad funcional y geográfica, y un respaldo ciudadano a sus políticas activas de empleo, según sus propias palabras. Una serie de afirmaciones que constituían, por separado y en su conjunto, todo un insulto a la inteligencia y una falta de respeto a los trabajadores.

Basaba tan rotundas conclusiones en la puntuación dada a un juicio de valor expresado de la siguiente forma: 'La mayoría de los parados podrían conseguir un empleo si se lo propusieran'. El CIS pedía puntuar el total desacuerdo con un cero y el absoluto acuerdo con un diez. La frase -implícitamente tendenciosa porque sugiere que la mayoría de los parados son unos vagos y unos aprovechados- había obtenido la puntuación de 5,77. Bastante menos que los 7,71 puntos dados al aserto, molesto para los fines que se pretendían, 'si no fuera por la protección al desempleo bastantes familias lo pasarían mal para sobrevivir'.

De la misma chusca forma el Gobierno concluye que los ciudadanos aplauden sus medidas relativas a la movilidad geográfica porque, ante la posibilidad de encontrarse en paro, un 54,3% aceptaría 'un empleo con buenas condiciones económicas y laborales, pero que le obligara a cambiar su lugar de residencia, trasladándose a otra ciudad', alternativa que ni de lejos contempla el decretazo. Éste se limita a fijar una nueva definición de empleo adecuado, a aceptar por el parado bajo la amenaza de perder el subsidio, decidido unilateralmente por el Inem sin estar obligado a considerar la experiencia anterior del trabajador o el nivel de ingresos de su último puesto.

El Real Decreto Ley 5/2002, de 24 de mayo, o decretazo, fue publicado durante la semana en la que se realizaba el barómetro social y era, por tanto, desconocido en sus justos términos por los encuestados, unos cándidos ciudadanos que se prestaron a responder a unas preguntas simples, de apariencia inocua, ignorando que sus respuestas serían después instrumentalizadas para dar cobertura de consenso a cuestiones tales como el abaratamiento del despido que supone la supresión de los salarios de tramitación, el recorte a la protección del desempleo, la exclusión de las prestaciones a los trabajadores fijos discontinuos y la eliminación del subsidio agrario.

Resulta preocupante el talante del Gobierno desvelado durante los acontecimientos de los últimos meses. La huelga del 20 de junio no existía a las ocho de la mañana. Las imágenes en televisión de los polígonos industriales mostraban naves industriales cerradas pero no significaba nada porque, según el locutor de turno, dentro estaban trabajando, aunque el consumo de electricidad fuera similar al de un día de fiesta. Televisiones públicas esquizofrénicas con textos leídos mientras las imágenes reflejaban lo contrario, esto es, calles sin tráfico, centros de ciudades vacíos y tiendas con apenas clientes. Cuando no se quiere ver ni escuchar la realidad de los hechos, se opta por inventarlos, y eso es lo que hicieron sin pensarlo dos veces.

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A estas alturas, la interpretación maliciosa del barómetro del CIS al que se hacía referencia al comienzo de este artículo no extraña nada, es lo malo, pero indigna. Nos permite constatar una vez más, impotentes, que en la sociedad de la información en la que nos ha tocado vivir, la responsabilidad de los individuos no va pareja con el poder que cada uno detenta. Un Gobierno de embaucadores nunca encontrará el apoyo que a la postre necesita a través del engaño, porque cuando toma a los ciudadanos por tontos, como ha ocurrido en esta ocasión, éstos acaban por darse cuenta. Y si no, al tiempo.

María García-Lliberós es escritora.

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