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LA CRÓNICA
Columna
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El milagro de Perpiñán

De vez en cuando, el teatro hace un milagro. De los de verdad. Y lo que parecía extraño, extravagante, inconveniente, se convierte en algo mesurado, congruente, natural. El milagro tuvo lugar el pasado jueves en Perpiñán, en el patio del imponente castillo de los Reyes de Mallorca. Fedra, la mayor tragedia de Racine, la que produce en el espectador una inquietante mezcla de terror y piedad, se estrenaba en versión catalana. ¡En Francia, donde todos los bachilleres conocen estos versos de memoria! Unos días antes los técnicos de Bitò, la compañía productora, fueron interpelados en un bar por dos caballeros. '¿No les parece estúpido traducir, aquí, en Francia, a Racine, nuestro mayor clásico?'. La cosa tenía sus bemoles. Y sin embargo, se trataba de un juego que empezó una tarde de otoño de 1998, cuando Modest Prats decidió entretener la espera de la cena traduciendo los armónicos alejandrinos de Phèdre. Cuenta Prats que, empachado de novelas actuales, se dio a la relectura de los clásicos que en su juventud más le habían complacido. Y que ninguno de estos clásicos le produjo una emoción tan intensa como Fedra. Le impresionaron los versos, la sobriedad del lenguaje y la eficacia con que Racine hace revivir la crueldad y la tragedia. Releída y vuelta a releer, la traducción afloró con el mismo imperativo con que un buen aficionado al fútbol siente deseos de patear el balón cuando el balón se acerca a sus pies. Alguna vez se cansó del juego, pero habiéndolo ya contado a unos amigos, éstos le obligaron a terminar. Entre estos amigos estaban Josep Domènech y Salvador Sunyer, brillantes e iconoclastas productores de teatro. Publicado el libro (con sugestivos prólogos de Sagarra, Prats y Racine: Quaderns Crema) y reivindicada en el desierto la figura del clásico en el 300º aniversario de su muerte, tuvo lugar en Girona, en la sala independiente La Planeta, una lectura parcial de la tragedia, con la desgarradora presencia de la actriz Rosa Novell, que erizó la piel de los oyentes.

La versión catalana de la Fedra de Racine, protagonizada por Rosa Novell, conquistó a los franceses de Perpiñán

El juego tenía que culminar. Bitò decidió producir la obra, liándose la manta a la cabeza (exceptuando a Shakespeare, programar un clásico suena en nuestros lares a operación suicida). Fedra se presentará pronto en el Grec, pero antes pasará por los festivales de Lisboa y Almagro. Y gracias a unos primeros contactos entre Temporada Alta de Girona y Les Estivales de Perpiñán, fue estrenada en esta ciudad francesa en la que el catalán, su lengua histórica, lleva años de fúnebre camino hacia ninguna parte.

Lo impresionante de la versión de Racine es que el peso del destino es menor que en la tragedia griega y que los impulsos de los protagonistas, atrapados entre las pasiones sentimentales y las razones morales, permiten un retrato muy verdadero, muy sutil, de la condición humana. Lo impresionante de la versión de Racine es, además, su depurada contención verbal y su minimalista aparato dramático: lo que en Shakespeare es fabulosa pirotecnia verbal y exuberante violencia gestual, es aquí precisa insinuación, pertinente esbozo, equívoca sugestión. El eco de la tragedia es lo que vemos en escena, y no salpicaduras de la sangre, excesos visuales o diluvios de adjetivos. Racine y el clasicismo francés (que para nada merece pagar la tendencia a la vacuidad o los miedos de la cultura francesa contemporánea) son el secante necesario de los pomposos excesos de nuestro teatro actual (hoy lo provocativo es la contención, la precisión, la claridad).

Los franceses de Perpiñán quedaron boquiabiertos. Estaba lleno hasta la bandera, pero se notaba al principio cierta inquietud o falta de atención. Muy pronto llegó un silencio reverencial que al terminar se tornó en fervor de aplausos. Y después en una mágica flotación de almas. Frases francesas que tomé al vuelo: 'El catalán ha humanizado a los personajes de Racine', 'soy anticalanista, pero admiro lo que han hecho: no puedo negarlo', 'el francés es más abstracto, el catalán es más figurativo: los personajes eran de carne y hueso', 'c'est magnifique, c'est merveilleux!'. 'He comprendido, he revivido: son mis raíces!', decía la artista Christine Carbonell, ofreciendo a Modest Prats uno de sus dibujos tomado al vuelo de la representación. La traducción, precisa, fiel, musical, perfectamente a tono con la magnífica economía expresiva de Racine, produjo el milagro: un encantamiento general.

Parte sustancial del encantamiento fue debida al trabajo de los actores: decían los alejandrinos con una precisa musicalidad, con frialdad antirromántica, con pureza cerebral. Paradójicamente, los sentimientos afloraban con extrema veracidad. Son muchas las virtudes de esta versión de Fedra, no puedo con todas, nunca acabaría. Créanme: si gustan de los placeres sutiles, no se la pierdan. Explora la humana ambigüedad moral: abraza deseo y culpa, pasión y celos, cabeza y corazón, lealtad y traición. También es ambigua estéticamente: el verso alejandrino, tan artificial, acaba apareciendo como lo más natural. También es ambiguo el catalán de Prats: minimalista y a la vez tremendamente expresivo, de acuerdo con el verbo de Racine, que expresa el dolor sin tomates ni trombones, y el deseo sin gestos excesivos, sin leches corporales. Y que expresa los dilemas éticos sin discursos pelmazos para dejar el interrogante al espectador. Los actores son coherentes con tal ambigüedad. Férreamente dirigidos por Joan Ollé, actúan como títeres enmascarados y rezuman, sin embargo, humanidad. Rosa Novell: caliente en el frío, vibrante en el silencio, muda en el grito. Lluís Homar: fortísimo en su delicadeza, hercúleo en su tristeza final. Pere Arquillué: voceando la fragilidad del héroe abatido. Àngels Poch: hielo candente, dignísima inmoral. Y la pareja Eduard Farelo y Maria Molins: cándidos pero recelosos, cerebrales, arrebatados. Lo dijo una francesa a Rosa Novell: una actuación digna de la Comédie Française.

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